Mi árbol y yo
Una helada —una negra, o sea, de las dañinas—, de aquellas que en la Comarca
Lagunera ocurren algunos inviernos, acabó con los cinco árboles ficus que
rodeaban mi hogar y que, con los años a cuestas, habían engrosado sus troncos. Daban
cobijo a sus habituales huéspedes alados y a algunos automotores, cuyos dueños
o conductores se apresuraban a estacionarse a su sombra.
Prácticamente de una noche a una mañana pasaron a convertirse en esqueletos.
Sus ramas perdieron, en pocos días, sus hojas, y de aquello verde deslumbrante
no quedó sino un tapete amarillento cubriendo el piso alrededor de un tronco
que se negaba a caer.
Así transcurrieron dos o tres años, y la esperanza de verlos reverdecer se
fue diluyendo. Tuve que aceptar que no quedaba otra solución más que cortar los
troncos, extraer las raíces y sembrar otros árboles más adecuados a nuestra
zona semidesértica, de condiciones climáticas extremas: en verano hasta cerca
de 50 °C y, en invierno —raro, pero sucedía— hasta algunos grados bajo cero.
Manuel, ingeniero agrónomo, fue la mano piadosa que, con una motosierra
manual, cortó los troncos a ras del suelo. A mí me tocó buscar quién escarbara
y extrajera las raíces de cada árbol, una labor que requería tanto operario
como herramienta. La tarea se fue postergando, y tanto tardó que, en varios
casos —aprovechando el espacio que quedaba en el hueco de la banqueta de
concreto—, opté por sembrar otra variedad arbórea.
Los nuevos ejemplares botánicos han venido creciendo al lado del resto del
tronco de su antecesor. C’est la vie!
En uno de ellos —del tronco, en una de sus orillas— observé un pequeño
brote, de escaso medio centímetro de diámetro por cinco o seis centímetros de
alto. Me asombró su resiliencia, y poco a poco fue creciendo en grosor y
estatura. No faltó un comedido experto que me indicara que no era recomendable
que dos árboles crecieran uno al lado del otro, en tan poco espacio de
separación, pues a la postre uno prevalecería sobre el otro. Por tanto, debía
suprimir, obviamente, al que se resistía.
Fui decidido a cortar aquel pequeño tronquito que se negaba a morir. Me
quedé mirándolo... y no tuve valor de hacerlo, pues me recordó a mí mismo.
Mi madre, muy joven —de apenas unos 18 o 19 años—, casó con mi padre, que
rayaba en los 40, y pronto se embarazó. Por desgracia, perdió al bebé a poco de
haberlo concebido.
Después de ese suceso, me tocó mi turno. Cuando nací, tenía poco peso y, por
causas no explicadas, mi madre no me podía amamantar. Otro tipo de alimento no
lo aceptaba. Lloraba todo el día y era la desesperación de mis padres, pues
desmejoraba día a día. Para mi fortuna, me consiguieron una nana, y ella me
compartió alimento con su hija recién nacida.
Fui resiliente. Peleé por mi vida. Me aferré a sobrevivir. Sin entrenamiento
previo, la vida me lanzó a la pelea, y hasta la fecha he tenido que luchar por
cada milímetro que el destino me ha concedido.
De los cuatro hijos que se lograron de parte de mis padres, fui el más
frágil en lo físico, el de menor estatura, con una cabeza tan pequeña que, a la
fecha, cuando busco un sombrero —a los que estoy afecto—, batallo. No encuentro
de mi tamaño. A veces tengo que buscar sin encontrar. Sin embargo, fui
compensado con un buen “disco duro”, pues tengo una facilidad para retener
conocimientos y acontecimientos. Tengo predisposición a sintetizar y organizar,
y no recuerdo cómo ni dónde adquirí esas habilidades.
A pocos días de nacido, el doctor que me atendía le presagió a mi madre,
viendo mi condición fisiológica, que tenía que considerar que mis posibilidades
de vida no eran muchas.
Cuando quedé frente al pequeño retoño que apenas despuntaba del tronco del
árbol del que sólo quedaba la base, me vi retratado en él. Necesitaba cuidados,
y resolví darle apoyo. Desde entonces no le faltó riego, abono y poda. Supongo
que el árbol con el que compartía espacio —y que ya tenía edad— lo adoptó, y
ahora son hermanos. Tienen de cuatro a cinco metros de estatura.
Hasta la fecha, esos árboles —uno y otro— entremezclan sus ramas, pues están
prácticamente empalmados. Pero se llevan bien y, al paso del tiempo, soportan
el cambio climático. Todo indica que, dadas nuestras mutuas expectativas de
vida, ellos me van a sobrevivir. Ojalá.
Posdata
Hace años que ya no tengo automóvil, así que la sombra que proporcionan mis
árboles —mis arborhijos—, y tomando en cuenta los negocios de venta de
alimentos que son mis vecinos, sirve de cobijo a vehículos de empleados y
clientes. Y, permanentemente, somos de utilidad.
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