La herencia

 



El día de hoy, rebuscando papeles, encontré una pequeña tira de papel con una frase:

La mayor riqueza que se puede poseer como hijo es la herencia de tener buenos padres.

La autora de esta oración es Silvia H. Gallegos.

Reflexionando, tiene razón de ser esta frase. En efecto, inculcar hábitos, destrezas, habilidades, es educar. Y la más importante de todas ellas: los valores, que nos van a acompañar de por vida si así lo queremos. Eso lo heredamos de los padres. Pero la pregunta obvia es: ¿cuáles son, o en qué consisten, esos valores?

De bote pronto, se me ocurre el que tiene que ver con la honestidad. El diccionario define esta cualidad como: razonable, justo, probo, recto, honrado.

Mi padre y mi madre, en una vida larga y fructífera —rica no en bienes materiales, pero sí en virtudes—, fueron ejemplo para todos los que los rodearon, y en especial para mí y mis hermanos.

Recuerdo que en una ocasión a mi padre le ofrecieron ser candidato al cargo de presidente municipal por el partido del PRI, que en esa época era garantía de triunfo. La condición era que la campaña política —necesaria para cumplir con el proceso— debía financiarla por su cuenta. Mi padre señaló que no tenía recursos para invertir en esa campaña.

“No es problema”, le dijeron, “no faltará quien te apoye”.

Mi padre lo pensó y repuso:

—No seré candidato, pues quien me facilita recursos esperará recompensa. Y eso va a costar en credibilidad, en el manejo honesto. A eso no me presto.

La historia de mi padre en el campo de la política nunca avanzó, porque el sistema de control del poder en esa época —y parece que se prolonga hasta nuestros días— es tal que un político honesto no tiene cabida. Si llega a ingresar, no perdurará. El sistema, de una manera u otra, tarde o temprano lo expulsa.

En mi poca experiencia en el campo de la política —a la que ingresé no por gusto, sino por accidente— comprobé que esa actividad parece estar reñida con la honestidad.

Un famoso político del Estado de México, el profesor Hank González, que llegó a ser gobernador de su estado y luego prominente figura nacional, fundador del Grupo Atlacomulco que durante décadas controló el poder político en su tierra, expresó con toda claridad este punto:

“Un político pobre es un pobre político.”

Nuestro personaje se hizo en vida de una fortuna económica para él y para sus descendientes, como lo hemos podido constatar, gracias —seguramente— a su habilidad negociadora, administrativa y, desde luego, corrupta. Y posiblemente todo eso lo haya heredado a sus descendientes.

Mis padres políticos, mis suegros Sabino e Idolina, fueron también ejemplo de honestidad. Cualidad que, hasta cierto punto, era un sello de distinción de su generación, y que ahora parece apenas un recuerdo de épocas pretéritas.

De mi suegro recuerdo que, aun en las cosas más nimias —como librarse de una multa por infracción de tránsito al conducir su automóvil—, era para él una ofensa ofrecer, o que se le solicitara, la acostumbrada mordida:

—Sí cometí la infracción, múltenme; pero mordida, no esperen.

Mi suegra, que en su juventud abrazó la doctrina comunista porque era una socialista convencida, renunció al partido cuando, en una asamblea, pidió que se explicara por qué la Unión Soviética —cabeza del comunismo internacional— había invadido Polonia en septiembre de 1939, en alianza con Hitler.

La respuesta de los dirigentes mexicanos en esa asamblea fue:

—Las decisiones del partido se acatan, no se discuten.

Mi suegra renunció de inmediato, pues consideró que esa invasión era una traición a los ideales que se enarbolaban como causa a favor de la concordia y la paz entre los países. Como dijo Chabelo: “Ahí nos vemos en la tele.”

Pues este es el dilema que se enfrenta cuando se tiene que decidir entre los principios de justicia y honestidad frente al pragmatismo de las situaciones económicas o políticas, bajo la excusa de que el fin justifica los medios, como lo propuso Maquiavelo en su recomendación al príncipe. Pero ejercer el poder bajo esa lógica puede conducir por una pendiente que termina, como se dice, en que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.

No es válido decidir cumplir la ley solo cuando conviene, y desobedecerla cuando no. Así lo ilustró con toda claridad Sócrates hace 2,500 años, en su famoso diálogo con Critón: prefirió acatar la sentencia injusta que lo condenó a muerte, antes que desobedecerla.

Herencia para las futuras generaciones.

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