Del baúl de los recuerdos
Mi medio hermano Tulio era mayor que yo por unos trece años. Cuando él tenía cerca de dieciocho, yo apenas era un niño, así que tuvimos poco tiempo para convivir, y menos aún para conocernos de verdad.
Tulio siguió los pasos de su hermano mayor, Jorge, a quien prácticamente no
conocí. En cuanto tuvo edad, Jorge se marchó de Acámbaro, ingresó al Colegio
Militar de la Ciudad de México y más tarde se incorporó a la Fuerza Aérea. En
ese camino animó también a Tulio, que, apenas pudo, se inscribió en el mismo
colegio y, tiempo después, pasó a formar parte de la aviación militar.
Tulio era bastante alto, casi llegaba al 1.90; espigado, picado de viruela,
de rostro cálido y hábil en el manejo de aviones. Se distinguió como uno de los
pocos pilotos que, en aviones de hélice de esa época, dejaba caer su nave en
barrena y lograba dar seis o siete vueltas sobre sí misma, una maniobra
altamente peligrosa.
En 1945, como piloto del Escuadrón 201, se capacitaba en los Estados Unidos
en el manejo de cazas de combate. Formaba parte del segundo grupo de ese
escuadrón y estaban a punto de partir al frente del Pacífico, para enfrentar a
los japoneses, cuando —por fortuna— se acabó la guerra.
Yo cursaba entonces el quinto o sexto grado de primaria, hacia 1946 o 1947,
cuando una tarde, a plena luz del día, estando en casa, escuché el paso de un
avión sobre el cielo de Acámbaro. Reconocí de inmediato el rugido del motor:
era mucho más ruidoso que el de los aviones civiles. Supe sin dudarlo que era
Tulio. Corrí al techo de la casa y vi cómo el avión regresaba. Tres veces cruzó
el cielo, volando relativamente bajo, moviendo las alas en vaivén como señal de
saludo. Ratifiqué que era él y me emocioné. Sabía, por lo que contaban mis
padres, que cuando Tulio pasaba cerca de Acámbaro durante sus misiones como
piloto militar, solía volar bajo para saludar, aunque esa altura no estuviera
permitida.
Poco durarían esas oportunidades. Tulio, por desgracia, tuvo un accidente
fatal: su avión se estrelló en la zona del Monte de las Cruces, en el Estado de
México. Murió sin llegar a conocer a su hija, que estaba por nacer. Hacía poco
se había casado. Fue un golpe duro para toda la familia, sobre todo para Irma,
su esposa, y para su hija, que no tuvo la dicha de conocerlo.
Mi padre, en unos cuantos años, perdió a los tres hijos de su primer
matrimonio: a Jorge y a Tulio, en accidentes mientras piloteaban aviones de la
Fuerza Aérea Mexicana, y a Nidia, al dar a luz a su último hijo. Supongo que,
debido a ello, hizo todo lo posible por evitar que los hijos de su segundo
matrimonio —entre ellos yo— se inclinaran por la aviación.
Mi gusto por los aviones de combate ha sido siempre el de un simple
aficionado. Nunca me pasó por la cabeza abrazar esa carrera. Cuando cursaba el
tercero o cuarto año de la carrera de abogado, mi padre —que residía como
siempre en Acámbaro— vino a visitarme a la Ciudad de México. Durante su
estancia se me ocurrió invitarlo al cine, y sin pensarlo muco lo llevé a ver
una película cuya trama giraba en torno a la vida y muerte de pilotos de
combate, instalados en un portaaviones, durante la guerra de Corea (1950–1952).
Todavía hoy lamento mi ocurrencia.
Mi padre, siempre hermético en sus emociones, no dijo una palabra. Yo
tampoco. Es terrible el mundo interior de quienes fuimos educados para vivir
los sentimientos de manera introspectiva, los que rara vez se exteriorizan.
Esto va por mi padre, por mí mismo, y —por lo que he podido constatar— por mi
propio hijo.
Posdata:
A veces, la memoria juega con recuerdos dolorosos... en los que sería
preferible el olvido.
Comentarios
Publicar un comentario