Ministros de la Suprema Corte
Cuando era joven y estudiante de la carrera de Derecho, soñé, supongo que como cualquier otro aspirante a abogado o abogada, con llegar algún día a ser ministro de la Suprema Corte.
Con el tiempo, aprendí que los años enseñan más que la universidad. En algún momento, me esforcé por obtener el nombramiento de juez, y lo logré. Me desempeñé como juez de primera instancia en el ramo penal en esta ciudad, Torreón.
Tuve claro que ocupar el cargo de juez era un honor que pocos alcanzaban, pero más importante aún era ejercerlo con eficiencia e imparcialidad.
Durante cuatro años trabajé en esa función, una de las más gratificantes y difíciles tareas profesionales de mi vida. En aquellos días, mantenerse en el cargo dependía principalmente del apoyo político ante el gobernador. Aunque no faltaron quienes se ofrecieron a interceder por mí, preferí regresar al ejercicio libre de la profesión. Para mí, resultaba una carga pesada tener que decidir cuándo un procesado debía ser condenado y cuál sería la pena justa: ¿un día, una hora en prisión o varios años? Para cualquier persona en su sano juicio, la prisión, sea cual sea su duración, es una pena difícil de sobrellevar.
Por ello, cuando escribí sobre la dificultad de medir una pena justa, lo expresé de esta manera: "El juez es un hombre o una mujer que juega a ser Dios, decidiendo el destino de otros hombres, cuando en realidad solo es un aprendiz de brujo."
Dejé en el altar de los sueños la aspiración de ser ministro de la Suprema Corte, máxime que la vida, maestra insustituible, me enseñó lo difícil que es impartir justicia.
Reconozco que en el ámbito de la judicatura han existido y existen jueces extraordinarios por su destreza jurídica y sabiduría; otros en menor medida, y no faltan, por desgracia, aquellos que nunca debieron haber llegado a desempeñar un cargo judicial. Esto no es un descubrimiento notable, sucede en cualquier ámbito de la vida.
En estos días, se acaba de aprobar una reforma judicial que promete transformar la manera en que se designan desde ministros de la Suprema Corte hasta los jueces de menor rango en este país. Sin embargo, esta anunciada "revolución" en el terreno de la justicia quizá no resulte tan revolucionaria como se espera.
De manera descarada, desde la independencia de México hasta la fecha, el presidente de la república, de forma abierta o encubierta, ha sido quien decide quién llega a ser ministro de la Suprema Corte, mientras que los gobernadores determinan quiénes asumen los cargos de magistrados y jueces. Según la personalidad del presidente o del gobernador, ya sea demócrata o autoritario, estos escuchan o no el consejo de otros en sus decisiones.
Con esta reciente reforma, se supone que de ahora en adelante el "pueblo bueno y sabio" escogerá a los mejores juristas para desempeñarse como juzgadores. Sin embargo, anticipo lo que es evidente a todas luces: al final, en las listas que los electores tengan para emitir su voto, esas listas habrán sido elaboradas, consensuadas y aprobadas bajo la tutela del presidente y de los gobernadores. Y si llegara a colarse un juzgador que no obedezca consignas, la reforma judicial ya prevé un tribunal —al estilo de la Santa Inquisición— que aplicará el correctivo que se decida.
Ya lo dijo el ilustre político italiano: "Cambiar todo para que todo siga igual." Me permito humildemente mejorar esa premisa: "Cambiar todo, y puede que resulte peor que lo que ya teníamos."
Posdata: Dedicado a los ilustres ministros de la Suprema Corte actual, quienes con su sapiencia y honorabilidad nos guían en esta "hazaña revolucionaria". Me refiero, por supuesto, a las tres últimas que han ingresado, obviamente señaladas por el dedo presidencial.
Con el tiempo, aprendí que los años enseñan más que la universidad. En algún momento, me esforcé por obtener el nombramiento de juez, y lo logré. Me desempeñé como juez de primera instancia en el ramo penal en esta ciudad, Torreón.
Tuve claro que ocupar el cargo de juez era un honor que pocos alcanzaban, pero más importante aún era ejercerlo con eficiencia e imparcialidad.
Durante cuatro años trabajé en esa función, una de las más gratificantes y difíciles tareas profesionales de mi vida. En aquellos días, mantenerse en el cargo dependía principalmente del apoyo político ante el gobernador. Aunque no faltaron quienes se ofrecieron a interceder por mí, preferí regresar al ejercicio libre de la profesión. Para mí, resultaba una carga pesada tener que decidir cuándo un procesado debía ser condenado y cuál sería la pena justa: ¿un día, una hora en prisión o varios años? Para cualquier persona en su sano juicio, la prisión, sea cual sea su duración, es una pena difícil de sobrellevar.
Por ello, cuando escribí sobre la dificultad de medir una pena justa, lo expresé de esta manera: "El juez es un hombre o una mujer que juega a ser Dios, decidiendo el destino de otros hombres, cuando en realidad solo es un aprendiz de brujo."
Dejé en el altar de los sueños la aspiración de ser ministro de la Suprema Corte, máxime que la vida, maestra insustituible, me enseñó lo difícil que es impartir justicia.
Reconozco que en el ámbito de la judicatura han existido y existen jueces extraordinarios por su destreza jurídica y sabiduría; otros en menor medida, y no faltan, por desgracia, aquellos que nunca debieron haber llegado a desempeñar un cargo judicial. Esto no es un descubrimiento notable, sucede en cualquier ámbito de la vida.
En estos días, se acaba de aprobar una reforma judicial que promete transformar la manera en que se designan desde ministros de la Suprema Corte hasta los jueces de menor rango en este país. Sin embargo, esta anunciada "revolución" en el terreno de la justicia quizá no resulte tan revolucionaria como se espera.
De manera descarada, desde la independencia de México hasta la fecha, el presidente de la república, de forma abierta o encubierta, ha sido quien decide quién llega a ser ministro de la Suprema Corte, mientras que los gobernadores determinan quiénes asumen los cargos de magistrados y jueces. Según la personalidad del presidente o del gobernador, ya sea demócrata o autoritario, estos escuchan o no el consejo de otros en sus decisiones.
Con esta reciente reforma, se supone que de ahora en adelante el "pueblo bueno y sabio" escogerá a los mejores juristas para desempeñarse como juzgadores. Sin embargo, anticipo lo que es evidente a todas luces: al final, en las listas que los electores tengan para emitir su voto, esas listas habrán sido elaboradas, consensuadas y aprobadas bajo la tutela del presidente y de los gobernadores. Y si llegara a colarse un juzgador que no obedezca consignas, la reforma judicial ya prevé un tribunal —al estilo de la Santa Inquisición— que aplicará el correctivo que se decida.
Ya lo dijo el ilustre político italiano: "Cambiar todo para que todo siga igual." Me permito humildemente mejorar esa premisa: "Cambiar todo, y puede que resulte peor que lo que ya teníamos."
Posdata: Dedicado a los ilustres ministros de la Suprema Corte actual, quienes con su sapiencia y honorabilidad nos guían en esta "hazaña revolucionaria". Me refiero, por supuesto, a las tres últimas que han ingresado, obviamente señaladas por el dedo presidencial.
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