La familia

El dicho popular de que los libros instruyen refleja una verdad indiscutible, pero que no siempre resulta evidente. Lo que pretendo explicar consiste en que, en particular, las novelas —de las que se puede suponer que, salvo la distracción, son un mero pasatiempo—, si estamos atentos, además del relato mismo, a lo que el tema pueda referir con nuestra vida, podemos derivar aprendizajes.


En mi posición actual de semi jubilado por propia decisión, ya que no me he retirado de toda actividad profesional porque aún disfruto y a la vez sufro al desentrañar problemas sobre autenticidad o falsedad de firmas o documentos cuando, en forma ocasional, se requieren mis servicios, dispongo de más tiempo. En lugar de estar cruzado de brazos y para combatir el aburrimiento y el ocio destructor, imaginar venganzas, desquites, maldades o pecados, dedico ese tiempo a la lectura de novelas. En ese terreno, basta un párrafo o una palabra para llevarme a reflexiones inimaginables. Compartiré una de ellas; ojalá no les resulte una pérdida de tiempo.

Desde hace cerca de 10 años pertenezco a un grupo de amigos que desayunamos cada semana, los miércoles. A lo largo de mi vida, nunca pertenecí a una comunidad semejante por considerarla un desperdicio de tiempo... supongo que ahora ya me puedo dar ese lujo. Uno de mis estimados contertulios es un devorador de novelas —fácilmente lee una por semana— y, gracias a él, estoy disfrutando de una que se llama El club del crimen de los jueves, que describe cómo un pequeño grupo de ancianos y ancianas de una comunidad de retiro se propone desentrañar un homicidio discutiendo el caso en sus reuniones semanales.

En otra ocasión les daré un resumen de la trama y el desenlace de esta novela. Lo que viene a cuento es solo una línea de la referida obra. Una dama otoñal le dice a otra: “Conviene pedir un favor a tu hija utilizando el universal sentimiento de culpa que todo hijo o hija guarda hacia sus ascendientes o viceversa por no haber hecho todo lo que deberían”.

De cuando en cuando, sea como hijo o hija, como padre o madre, nos asalta el sentimiento de que no cumplimos a cabalidad con nuestro rol. Recuerdo una anécdota de cuando una de mis hijas, en su infancia, le enseñaba a andar en bicicleta y, en un trayecto, el vehículo, por un descontrol, nos llevó al piso, instructor y pupila. Ella se levantó en llanto, adolorida del golpe, y gritaba a todo pulmón clamando por su madre: “¡Tú no me sabes cuidar!”.

Este suceso es peccata minuta cuando reflexionamos, preocupados con sentimiento de culpa, no haber atendido a necesidades, sobre todo emocionales, ya sea de la pareja o del descendiente, o de velar por los padres cuando, en su caso, no los visitamos, cuidamos o protegimos como debimos hacerlo. Es inevitable, justificado o injustificado, que el sentimiento de culpa se nos haga presente, así que no tiene solución sino resignación o compensación cuando eso es posible.

Postdata: No olvides, lo que hagas por otros, alguno lo hará por ti.

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