Juez

Desde el primer día en que me recibí de abogado, tenía claro que el mejor blasón al que podía aspirar en mi profesión era ser juez. Recuerdo que cuando cursaba el cuarto o quinto año de la carrera, asistí a una fiesta en una vecindad ubicada en la calle Pino Suárez de la Ciudad de México, a dos o tres cuadras de donde se ubica el imponente edificio de la Suprema Corte. El festejo concluyó a las 2 o 3 de la mañana y, avispado por las cubas ingeridas, al caminar rumbo al internado del Penta en compañía de algunos amigos, llegamos a la fachada exterior de la Suprema y, sin pensarlo, subí la escalinata y me dirigí a un Zócalo desierto, a calles alumbradas y solitarias, expresando acerbas críticas a la justicia que se repartía con estudiados argumentos carentes de los valores de honestidad, rectitud e imparcialidad. No recuerdo ahora mis palabras, pero creo adivinarlas en un joven de 20 años que se nutría de las ideas de Marx y las ideologías del socialismo.

Después de recibirme en 1959, al paso de unos 20 años, cuando tenía alrededor de 36, las circunstancias de la vida, como piezas de un rompecabezas, se acomodaron y fui designado juez. No aprobé exámenes de admisión ni test psicológicos que certificaran mínimamente mi idoneidad para el cargo, sino que, como se estilaba en esa época, a través de una recomendación ante el secretario de Gobierno del Estado de Coahuila, obtuve el anhelado cargo de juez.




No quiero que el lector piense que un cargo de esa naturaleza se le concede a cualquier abogado. Puede suceder, pero generalmente debe cumplir con una carrera profesional que justifique su nivel de preparación y otras prendas personales que supongan que puede desempeñar la función de la judicatura. Para esas fechas, ya tenía alrededor de 15 años de ejercer la abogacía y ya me desempeñaba como catedrático de diversas materias de la Universidad Autónoma de Coahuila, particularmente de derecho penal.

La propuesta tenía que ser aprobada legalmente por el Tribunal Superior de Justicia, presidida en ese entonces por el magistrado José Fuentes García, aunque en realidad provino del secretario general de gobierno del Estado, Óscar Villegas Rico, con el visto bueno del gobernador.

Llegó el día en que se dio a conocer la designación de jueces del estado en diciembre de 1974, no sin sobresaltos para mí, pues se me había informado que estaría destinado al Juzgado Segundo Penal en Torreón, y un día antes se me dijo que ocuparía un juzgado civil, lo que me cayó como un balde de agua fría, pues mi anhelo era la materia penal. Finalmente, para mi alivio, llegué al Juzgado Segundo Penal.

El primer día, después de la ceremonia de protesta de ley rendida ante el presidente municipal de Torreón, arribé al juzgado y me acompañaron dos o tres amigos, entre ellos Jorge Mario, mi amigo y protector, quien, una vez entrado en la oficina, me espetó: "Espero que no la vayas a regar”. Así que pensé: ¿Para qué quieres un enemigo si tienes esos amigos?

Todavía no callaban las risas y entró el secretario, el licenciado Ernesto de la Torre, que me presentó para firmar el primer documento de mi gestión: era para poner en libertad a una persona. Pregunté: "¿Todo está en orden?", gesto afirmativo y firmé. Para mis adentros pensé: "Mejor que sea en libertad y no de reclusión".

Duré 4 años como juez, de 1974 a 1978, pues con el advenimiento del gobernador Óscar Flores Tapia, por el cambio de sexenio, concluyó mi función.

Para mí, no existe mejor distinción para un abogado que poder desempeñarse como juez, pero es una enorme responsabilidad impartir justicia. En mi caso, las dificultades técnico-jurídicas me exigían estudio, reflexión y dedicación, pero las pude afrontar y resolver. Lo que constituía fuente de desvelo y preocupación era individualizar la pena, es decir, establecer qué pena, generalmente de prisión, debía imponer.

Es importante explicar que, en México, los códigos penales establecen para los delitos penas que tienen un límite mínimo y uno máximo. Así, en ese tiempo, el llamado homicidio simple intencional tenía de 8 a 15 años de prisión; en el caso del calificado por premeditación, ventaja, alevosía o traición, la pena podía llegar hasta 30 años, la máxima que contemplaba el código penal (ahora puede llegar a 60 o más años).

Para mí, era un suplicio decidir cuánto tiempo era la condena. Siempre he tenido presente que quien vive en prisión tiene cuenta precisa del tiempo. Es explicable que un interno, al ser interrogado sobre el tiempo que lleva en esa condición, responda en forma concreta: "x años, x meses y x días".

Los jueces, según mi percepción, se dividen en dos bandos: las palomas y los halcones. Los primeros se inclinan por decidir las penas más reducidas, los segundos por las más severas. Decididamente, yo fui paloma.

Para estar al día, en forma cotidiana dictaba sentencias definitivas y después de explicar en el documento respectivo los llamados “Considerandos”, de evaluar las pruebas, de discurrir los aspectos que la ley ordena para la individualización de la pena, dictaba la sanción. Y para eso, ya era hora de cerrar las labores de la jornada. Al día siguiente, lo primero que hacía era decirle a mi secretaria: "Ya lo pensé, mejor vamos a reducirla".

Sabía o intuía cuál sería el mínimo aceptable para el caso concreto, pensando que el asunto sería recurrido y que a él o los magistrados a quienes les tocara la apelación, ratificarían mi decisión.

Un día le dije a mi secretaria: "Me apena que tenga que rehacer la parte final de la sentencia para modificar la pena", y me respondió: "Desde hace tiempo no pongo el final, me espero al día siguiente". Me reí, me conocía mejor que yo a mí mismo. Como abogado y más aún como juez, siempre me formulo en mi intimidad, en cuanto asunto llega a mis manos, quién tiene la razón, a quién asiste la justicia.

Leer un escrito de demanda o una denuncia penal es sólo un lado de la moneda. Se convence de que el demandante o el denunciante tiene la razón, pero después, en la contestación a cargo del demandado o el imputado o inculpado, pasa uno a suponer que la razón le corresponde. Ante este dilema, las pruebas son las que abren el camino hacia la justicia, pero si la demanda o su contestación no está bien planteada, si no se ajusta a la verdad de los hechos o si la contestación o refutación es defectuosa o equivocada, puede llegar a suceder que el juez llegue a tener por verdad lo que no lo es. Así, el abogado debe estar lo mejor preparado, armar su estrategia, proponer pruebas idóneas, ser cuidadoso, argumentar correctamente y aun así, asumir que no reciba su cliente la justicia que se merece.

Pasaron 25 años después de que dejé de ser juez y, para graduarme de doctor en derecho, presenté un trabajo de investigación precisamente sobre la individualización de la pena de prisión, que fue la tesis que presenté y defendí en el examen de grado.

La reflexión final sobre el trabajo la resumía en esta frase, que es la esencia de lo que para mí es la función de la judicatura, la más importante distinción para un abogado: "El juez es la persona que le ha tocado jugar a hacer Dios, a decidir el destino de otros, cuando sólo es aprendiz de brujo".

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