Las cosas que somos... las cosas que fuimos

 

“Las casas de los viejos son museos que celebran la vida”.

“¿Qué harán los hijos cuando ya no esté en sus viejos? ¿Cómo suplirán las ausencias? ¿Cómo las celebrarán?”

Observé con detenimiento todas las cosas que guardo y que tanto han significado para mí. Yo también juzgué los recuerdos de mis padres; mis hijos juzgarán los míos, y ellos, a su vez, serán juzgados”.

Estos hermosos párrafos pertenecen a una mujer viuda y abuela que sabe que sus horas están contadas y son de la escritora Silvia Marta Aranda en un corto relato que titula “La Pátina del Tiempo”.

Sabias palabras que me deciden a relatar el afecto a pinturas que adornan las paredes de mi despacho, a la fecha, prácticamente en el retiro. Cuando, por la fuerza de la costumbre y por cambiar cada mañana el escenario de las mismas paredes de mi hogar por las de mi despacho, me recuerdan que las fui coleccionando porque precisamente las adquiría en mis viajes, para que con el tiempo recobren vida y significado en mi recuerdo.

Tal vez la primera pintura que llegó a mi vida es una reproducción de una obra del muralista mexicano Clemente Orozco. En una ocasión, hace ya alrededor de 50 años, o tal vez un poco más, visité Guadalajara y en ese lugar acudí al Hospicio Cabañas, que todavía funcionaba como tal. Sin embargo, en una parte se construyó una capilla o pequeña iglesia, y sus paredes y la cúpula sirvieron al afamado muralista para plasmar su genio, al grado en que ese lugar se le conoce como la Capilla Sixtina de América. En ella, aparecen personajes ilustrando la historia de la conquista de México, tanto por las armas como por el evangelio. La cúpula sobresale porque en ella aparece lo que se conoce como El Hombre de Fuego, el cual tiene a su entorno, como especie de marco, tres figuras humanas de negro que representa la inmortalidad del espíritu, el pasado, el presente y el futuro de la humanidad. El Hombre de Fuego, además de su enorme valía pictórica, constituye un alarde de técnica, pues está pintado en la parte cóncava del interior de la cúpula de la capilla, lo que planteó al artista la dificultad de plasmar su trabajo pensando en el espectador. Él quedaría colocado a metros de distancia en el piso, contemplando boquiabierto el esplendor de la magia de Clemente Orozco en lo alto de la cúpula. Adquirí un ejemplar del folleto de estas pinturas. Al tiempo, conocí en Torreón a un pintor que, para sobrevivir, vendía marcos para cuadros y pinturas. Le pedí que me pintara El Hombre de Fuego y le mostré una fotografía de la pintura que aparecía en el folleto o guía. Cuando concluyó el encargo, el pintor me llamó y me hizo entrega de la reproducción. El cuadro estaba enmarcado en un lienzo de una superficie de aproximadamente un metro cuadrado. Aparecía El Hombre de Fuego y dos personajes de negro, el pasado y el futuro. Omitió el presente, tal vez, porque era obvio. Al mostrar cierta desilusión por el resultado, el pintor me dijo: "Por 600 pesos, ¿quiere usted que yo sea que José Clemente Orozco?” Sin comentarios.

Esta reproducción me ha acompañado y está colocada en un lugar destacado en el privado destinado a atender a mis cuatro clientes. La acompaña una fotografía de este objeto que es “cosa de lo que soy… y al paso de lo que fui”.

A riesgo de cansar al lector, relataré otra pequeña pintura que también adorna mi despacho y que me trae recuerdos de mi vida. Cuando me desempeñaba al servicio de la Procuraduría General, tuve que radicar en la Ciudad de México con la compañía de mi esposa. Aprovechando de vez en cuando los fines de semana, visitábamos algunos lugares cercanos a la ciudad. Uno de ellos fue el pueblo mágico de Cuetzalan, ubicado en el estado de Puebla.

Suponía, basado en la distancia en kilómetros, que estaba relativamente a corta distancia. No tomé en cuenta que se localiza en la sierra y con una carretera bastante sinuosa. Llevó de tres a cuatro horas llegar, pero valió la pena. ¿Qué podemos encontrar en Cuetzalan? Un pueblo mágico que vive entre bosques con niebla, con cascadas, grutas, bosques con helechos gigantes, con pájaros que cantan en viejos idiomas. Pues su propio nombre significa ave divina, el quetzal. Sus calles empedradas, empinadas unas, otras en descenso. La niebla, mañana y tarde, viste de un encanto particular el paisaje. El entorno goza de un clima subtropical, así que es frecuente la lluvia. El café es uno de los productos apreciados, el plátano, el perón, el tejocote. Tiene una importante población indígena de origen totonaca y náhuatl. En sus festividades aparece el ritual del volador y sus coloridas danzas. Vale la pena disfrutar de este lugar.

Mientras atardecía y se desarrollaba una de tantas festividades religiosas, donde la música y el repicar constante de campanas era telón de fondo, en una de esas callejuelas una vendedora ambulante ofrecía pequeños cuadros. Uno de ellos llamó mi atención, pues con una buena imagen refleja la cotidiana actividad humana, el caminar, pero a la vez, nos dice tantas cosas que seguramente los significados cambian para cada persona. Este es otro objeto de lo que soy y de lo que seré. Aparece en el cuadro que adquirí una anciana en el ocaso, asida de la mano de una niña (seguramente su nieta), el futuro.

Prefiero que juzguen por sí mismos y acompaño una imagen del cuadro que me hace retroceder a ese lugar, al tiempo en que recorría sus calles al lado de mi esposa, al aroma y sonidos de ese pueblo y del pueblo donde nací. También, desde entonces, como silencioso testigo de mi vida, camina a mi lado en mis tareas cotidianas de mi despacho.


Tengo otros cuadros en las paredes de mi oficina; todos tienen su historia, son mis recuerdos, objetos de mi vida, valiosos para mí y para quienes los hereden. Tal vez se prolonguen en otros recuerdos, tal vez en el olvido que seremos.

En memoria de mi hijo Alejandro, que hace muchos ayeres lo perdimos, en estas fechas, pero vive en nuestros corazones.

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