Laiza

 Laiza, “ahora ya camina lento, como perdonando el tiempo…”. Sin embargo, hasta hace poco se distinguía por su vitalidad, no caminaba, ¡volaba! Le encantan las muestras de afecto, pero es enemiga de los abrazos. Supongo que eso se debe a la alergia causada por traumas infantiles o de adolescencia. Acepto su manía y tal vez por eso congeniamos y nos llevamos bien.

Aborrece a algunas personas, como a José, que desde hace años se aparece frente a nuestro hogar ofreciendo sus servicios de chalán para limpiar el automóvil a cambio de una propina. Mi esposa, de inveterada estirpe protectora, lo acogía y no sólo lo recompensaba económicamente, sino que también lo invitaba a disfrutar de los sagrados alimentos, a pesar de que su desempeño como limpiaparabrisas o aprendiz de jardinero era lamentable. José “hacía” de todo, y el entrecomillado tiene el significado de "no hacer", ya que cumplía cada tarea de manera apresurada y debido al resultado, siempre nos quedaba la idea de que hubiera sido preferible no haberlo contratado. Laiza lo abominaba y no se lo guardaba, mostrando así su descontento sin ningún recato, dejando de lado sus modales. José le daba la vuelta, es decir, evitaba encontrarse con Laiza.


En una ocasión, Laiza se extravió. Eso fue una tragedia en nuestro hogar. Toda la familia, parientes, amigos e incluso José se movilizaron para buscarla. Contra todas las probabilidades y gracias a Santa Cordulita (una santa favorita de mi esposa, especialista en encontrar o localizar cualquier cosa, por más improbable o increíble que parezca), Laiza regresó a casa, entre felicidad y reprimendas que le fueron dirigidas.


Los años no pasan en vano y los ímpetus juveniles fueron reemplazados por los de la madurez, y ahora los de la ancianidad. Cada día le cuesta más trabajo mover sus extremidades. Abandona el lecho con la lentitud de los años viejos, como pidiendo permiso a una rodilla para mover la siguiente. Aun así, no acepta abrazos, y desde luego tampoco "balazos". Sin embargo, en sus ojos se refleja la ternura y el afecto cuando recibe caricias y halagos.

Seguramente, mis apreciables lectores, pocos, pero fieles según me han dicho, esperan un buen desenlace de ésta no-historia. Lamento decepcionarlos, ya que en esta ocasión la reseña consiste en el paralelismo de las vivencias de la edad avanzada entre Laiza y las mías propias.

P.D. Laiza debe tener alrededor de 80 o 90 años, calculando su vida canina en comparación con la humana.






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