Vacas sagradas
Estimado lector, no te alarmes. Este relato no tiene nada que ver con la India, donde, según parece, las vacas son intocables, es decir, no se les mata para que acaben en la mesa de algún comensal. Eso en ese país sería un sacrilegio. Desde luego, si el destino me hubiera escogido para vivir en el cuerpo de ese tipo de animal o reencarnar en uno de ellos, consideraría a la India un paraíso.
Sin duda, una hábil pluma podría escribir una novela alrededor de este tema, pero ese no es mi caso. Al referirme a las “vacas sagradas”, término que ahora parece estar en desuso, lo hago para referirme a los personajes míticos que, por sus ilustres carreras en la abogacía, pasaban a considerarse como semidioses del olimpo jurídico.
En México, en el siglo XIX, recuerdo que se hablaba de Ignacio Vallarta, quien llegó a ser presidente de la Suprema Corte de Justicia en la segunda mitad de ese siglo; a principios del siglo XX, podemos incluir en ese grupo de destacadas vacas sagradas a Luis Cabrera y al famoso cuadrilátero de abogados litigantes compuesto por Querido Moheno, Nemesio García Naranjo, Francisco Modesto de Olaguíbel y José María Lozano. Supongo que la denominación de "cuadrilátero" sería porque eran cuatro los que se subían al ring en las salas de los tribunales a debatir por horas con piezas de oratoria forense que los consagraron en esa categoría cuando, por breve tiempo, en México, los juicios criminales los decidían jurados populares.
A mediados del siglo XX, cuando ingresé en 1953 a la UNAM, en su Facultad de Derecho, para estudiar la licenciatura, se reconocían a varias vacas sagradas. Por ejemplo, a Ignacio Burgoa, constitucionalista; a Andrés Serra Rojas, en derecho administrativo; a Alfonso Quiroz Cuarón, criminólogo y criminalista; a Celestino Porte Petit, en derecho penal, y a otros más que mi actual memoria, más flaca que un perro en estado de abandono, recuerda por sus apodos, como "la leona", terror de los alumnos de la licenciatura que cursaban la materia de derecho civil, primer curso, pues solo un puñado de 10 o 20 alumnos aprobaban entre más de 100.
Con el tiempo, como todo en la vida, te vas dando cuenta de que unas vacas sagradas se merecían con creces el mérito de esa denominación, otras apenas y unas más eran producto de una fama inmerecida.
En la Ciudad de México, y supongo que eso sucedía en todos los ámbitos del país y del extranjero, las vacas sagradas creaban cotos de poder en los sitios en que se desenvolvían, y escalar en los terrenos de los tribunales o en los de la academia, o contar con el respaldo de algunos de ellos facilitaba la obtención de cargos, becas, prebendas docentes.
Recuerdo que, en mi inocencia provinciana y cuando ya cursaba alrededor del cuarto año de la carrera, acudí a solicitar un trabajo ante el director del jurídico de un banco, y sólo me hizo una pregunta: "¿Dónde estás estudiando?" Contesté: "En la UNAM". Con cierta sequedad, de inmediato, me despidió. Después supe que él era egresado de la Libre de Derecho, escuela muy acreditada de carácter privado y obviamente donde, para ingresar y cursar, se requería pagar una colegiatura sólo al alcance de pocos, y él solo apoyaba a quienes estudiaban en su alma mater. ¡Lástima, Margarito!
Algunas vacas sagradas, al llegar a la cúspide, se abandonaban del demandante terreno de la constante preparación que exige la vida profesional, ya que cuando jóvenes, crearon las condiciones para ser considerados vacas sagradas, publicando obras jurídicas cuando los escritores mexicanos se contaban con los dedos de las manos, como fue el caso, a mi modo de ver, con los libros sobre el amparo de Burgoa, del trabajo de Mario Cuevas, de derecho constitucional de Tena Ramírez, etcétera. Pasaron 30 o 40 años, y ellos seguían impartiendo clases y pontificando con los mismos conceptos de cuando escribieron los libros que, por generaciones, eran textos obligados.
Llegué a conocer a unos pocos y a sus becerros sagrados, o sea, sus hijos consentidos, que después pasaron algunos a hacer vacas sagradas, como Sergio García Ramírez, Castellanos Tena, Ricardo Franco Guzmán, Francisco Pavón Vasconcelos y más cercanos en el tiempo otros como Moisés Moreno, Enrique Díaz, Carlos Daza, Sergio Vela, etcétera.
Cabe aclarar que, seguramente, omito a reconocidos juristas, pero no por marginarlos o ignorar sus méritos, sino debido a fallas de mi disco duro, por lo que me disculpo "ad cautelam".
Por mi carácter retraído, poco socialicé con mis colegas de litigio y de la academia. Fui, por elección, un lobo apartado de la manada, y eso me acarreó desventajas y ventajas, como todo en la vida. Para explicarme mejor, no concurrí a grupos de café, a tertulias, a reuniones ni sociales, ni políticas, ni académicas, salvo aquellas en las que era inevitable asistir. Me dediqué a trabajar y aún a la fecha lo hago, obviamente a un ritmo mucho menor, pues la vida cobra precio en salud y movilidad.
Durante un tiempo, aspiraba a ser vaca sagrada o, de perdida, novillo, pero en realidad, ese asunto resultó marginal, pues no le corresponde a uno mismo asignárselo. Y, además, lo esencial se encuentra en el hecho de si cumplió con las expectativas que exige la abogacía y la academia, y en eso cuenta la propia opinión, pero más las de aquellos que lo puedan justipreciar.
PD: para mi consuelo, un día mi esposa me regaló un peluche: una vaquilla.
Sin duda, una hábil pluma podría escribir una novela alrededor de este tema, pero ese no es mi caso. Al referirme a las “vacas sagradas”, término que ahora parece estar en desuso, lo hago para referirme a los personajes míticos que, por sus ilustres carreras en la abogacía, pasaban a considerarse como semidioses del olimpo jurídico.
En México, en el siglo XIX, recuerdo que se hablaba de Ignacio Vallarta, quien llegó a ser presidente de la Suprema Corte de Justicia en la segunda mitad de ese siglo; a principios del siglo XX, podemos incluir en ese grupo de destacadas vacas sagradas a Luis Cabrera y al famoso cuadrilátero de abogados litigantes compuesto por Querido Moheno, Nemesio García Naranjo, Francisco Modesto de Olaguíbel y José María Lozano. Supongo que la denominación de "cuadrilátero" sería porque eran cuatro los que se subían al ring en las salas de los tribunales a debatir por horas con piezas de oratoria forense que los consagraron en esa categoría cuando, por breve tiempo, en México, los juicios criminales los decidían jurados populares.
A mediados del siglo XX, cuando ingresé en 1953 a la UNAM, en su Facultad de Derecho, para estudiar la licenciatura, se reconocían a varias vacas sagradas. Por ejemplo, a Ignacio Burgoa, constitucionalista; a Andrés Serra Rojas, en derecho administrativo; a Alfonso Quiroz Cuarón, criminólogo y criminalista; a Celestino Porte Petit, en derecho penal, y a otros más que mi actual memoria, más flaca que un perro en estado de abandono, recuerda por sus apodos, como "la leona", terror de los alumnos de la licenciatura que cursaban la materia de derecho civil, primer curso, pues solo un puñado de 10 o 20 alumnos aprobaban entre más de 100.
Con el tiempo, como todo en la vida, te vas dando cuenta de que unas vacas sagradas se merecían con creces el mérito de esa denominación, otras apenas y unas más eran producto de una fama inmerecida.
En la Ciudad de México, y supongo que eso sucedía en todos los ámbitos del país y del extranjero, las vacas sagradas creaban cotos de poder en los sitios en que se desenvolvían, y escalar en los terrenos de los tribunales o en los de la academia, o contar con el respaldo de algunos de ellos facilitaba la obtención de cargos, becas, prebendas docentes.
Recuerdo que, en mi inocencia provinciana y cuando ya cursaba alrededor del cuarto año de la carrera, acudí a solicitar un trabajo ante el director del jurídico de un banco, y sólo me hizo una pregunta: "¿Dónde estás estudiando?" Contesté: "En la UNAM". Con cierta sequedad, de inmediato, me despidió. Después supe que él era egresado de la Libre de Derecho, escuela muy acreditada de carácter privado y obviamente donde, para ingresar y cursar, se requería pagar una colegiatura sólo al alcance de pocos, y él solo apoyaba a quienes estudiaban en su alma mater. ¡Lástima, Margarito!
Algunas vacas sagradas, al llegar a la cúspide, se abandonaban del demandante terreno de la constante preparación que exige la vida profesional, ya que cuando jóvenes, crearon las condiciones para ser considerados vacas sagradas, publicando obras jurídicas cuando los escritores mexicanos se contaban con los dedos de las manos, como fue el caso, a mi modo de ver, con los libros sobre el amparo de Burgoa, del trabajo de Mario Cuevas, de derecho constitucional de Tena Ramírez, etcétera. Pasaron 30 o 40 años, y ellos seguían impartiendo clases y pontificando con los mismos conceptos de cuando escribieron los libros que, por generaciones, eran textos obligados.
Llegué a conocer a unos pocos y a sus becerros sagrados, o sea, sus hijos consentidos, que después pasaron algunos a hacer vacas sagradas, como Sergio García Ramírez, Castellanos Tena, Ricardo Franco Guzmán, Francisco Pavón Vasconcelos y más cercanos en el tiempo otros como Moisés Moreno, Enrique Díaz, Carlos Daza, Sergio Vela, etcétera.
Cabe aclarar que, seguramente, omito a reconocidos juristas, pero no por marginarlos o ignorar sus méritos, sino debido a fallas de mi disco duro, por lo que me disculpo "ad cautelam".
Por mi carácter retraído, poco socialicé con mis colegas de litigio y de la academia. Fui, por elección, un lobo apartado de la manada, y eso me acarreó desventajas y ventajas, como todo en la vida. Para explicarme mejor, no concurrí a grupos de café, a tertulias, a reuniones ni sociales, ni políticas, ni académicas, salvo aquellas en las que era inevitable asistir. Me dediqué a trabajar y aún a la fecha lo hago, obviamente a un ritmo mucho menor, pues la vida cobra precio en salud y movilidad.
Durante un tiempo, aspiraba a ser vaca sagrada o, de perdida, novillo, pero en realidad, ese asunto resultó marginal, pues no le corresponde a uno mismo asignárselo. Y, además, lo esencial se encuentra en el hecho de si cumplió con las expectativas que exige la abogacía y la academia, y en eso cuenta la propia opinión, pero más las de aquellos que lo puedan justipreciar.
PD: para mi consuelo, un día mi esposa me regaló un peluche: una vaquilla.
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