¿Qué tienes en las manos?
Buenos Aires es una ciudad hermosa. En el centro de la ciudad dominan los edificios de estilo Art-Noveau, característicos de fines del siglo XIX y principios del XX. Curiosamente no es raro encontrar edificios modernos al lado de los ya mencionados, en una atrayente estética.
Notables son sus calles, anchas, tanto calzadas como avenidas, con una amplitud similar o mayor al Paseo de la Reforma de la ciudad de México, pero en Buenos Aires, esa es la regla general.
Otro sello particular son sus plazas y jardines; numerosos, arboladas adornadas con bustos, estatuas, etc. Como curiosidad, en la parte posterior del Teatro Colón, el más bello de la ciudad, se encuentra la plaza Lavalle y en uno de sus pasos peatonales existen pequeños pilares cuadrados de metro y medio de alto. En ellos están colocados bustos de próceres latinoamericanos con la leyenda del nombre del personaje; en el dedicado a Miguel Hidalgo y Costilla, aparece su letrero, pero el busto desapareció, lo que lleva a pensar en algún tipo de discriminación, o de latrocinio de algún paisano.
Después de cumplir con mi personal propósito de este viaje de visitar la librería especializada en obras sobre documentoscopía, y por recomendación de su dueño, Don Alfonso de la Rocca, fuimos a tomar un café en un lugar aledaño, el Petit Colón, un elegante y pequeño café con sabor parisino de finales del siglo XIX. En su nombre lleva ese distintivo.
A continuación, vagamos por el centro de Buenos Aires, por la Avenida 9 de julio, designada así por ser el aniversario de su Independencia lograda en 1815 del imperio español; así como por las famosas calles de la Avenida Corrientes donde, en cada calle se ubican una, dos, tres o más librerías. Es la calle que nunca duerme, porque es la zona de bares y centros nocturnos.
Esta ciudad es el paraíso de las librerías.
Por consejo de uno de los encargados de atender a los huéspedes en nuestro hotel, quien nos instruyó sobre la existencia de la posibilidad de cambiar billete “verde” por pesos argentinos en la operación no oficial conocida como dólar “blue”, y como él de momento no tenía fondos para ese tipo de cambio nos recomendó ir a una zona del centro de la ciudad a unas cuatro o cinco cuadras de nuestro lugar, destinadas principalmente a la venta de ropa, de objetos para turistas, etc., denominada La Florida, que ya mencioné en ocasión anterior.
En ese barrio, en cada cuadra, alrededor de 30 a 40 personas ofrecen, y no muy discretamente, cambiar pesos por dólares, o sea “operación bleu”, pero mucha gente pinta el asunto como el viaje del Titanic, lleno de peligros, de amenazas y de riesgos: “qué si el potencial cambiario corre con tus dólares”; que si te asaltan”; “que si en los billetes argentinos te introducen varios falsos”, etc. A los transeúntes, con cara de turistas cuando van pasando les dicen: “cambio”, “cambio”, “cambio, y todo mundo saben a qué se refieren.
Como no teníamos pesos argentinos decidimos correr el riesgo y fuimos a La Florida, y resultó lo que nos describieron, o sea, una sucesión interminable de tiendas grandes, medianas y chicas, casi todas como si estuviéramos en un mall gringo, con el tipo de ropa y artículos norteamericanos, en precios a los que tenemos en México, sólo que en miles de pesos argentinos. Si algún objeto nos llamaba la atención, para saber su costo en “cash” mexicano, confeccionamos un listado de tipo de cambio: desde una escala de cientos de pesos a varios miles en valor argentino, convertidos a pesos mexicanos, y esa lista se volvió nuestro “catecismo” de obligada consulta constantemente.
Volviendo al asunto del cambio de monedas, resultó, para uno de turista novato, una odisea.
En una tienda de tantas adquirí 12 llaveros elaborados en piel con dibujos de motivos argentinos: “una pareja de tango” y la entrada al barrio del “Caminito”. En esa tienda platicamos un poco con el dependiente y él nos explicó que, en general, las personas que ofrecen cambiar y que andan circulando en las calles sin lugar fijo, eran de fiar y que ellos los conocían porque todos los días iban a realizar operaciones, pero agregó “el pelón joven de la esquina, del puesto de periódicos, es confiable”.
Salimos y resultó que había varios “pelones”, pero no muy jóvenes. De repente, en un pequeño local fijo en medio de la calle, que es peatonal, donde se vendían revistas y periódicos, encontramos al pelón y joven. Nos acercamos y adquirí un periódico del día. Una de mis hijas le preguntó que si cambiaba dólares. En tono serio y misterioso afirmó que sí, y la invitó a pasar dentro de la pequeña tienda. En ese espacio, oculto al resto de personas, pasaron mis hijas, nerviosas, y yo me quedé afuera en calidad de guarura.
El cambio se efectuó en la clandestinidad, sin contratiempos.
Seguimos deambulando en las calles de La Florida y al salir de una de ellas, me frotaba las manos porque hacía un poco de frío, a pesar de que ya era casi medio día, cuando en tono de regaño una de mis hijas se dirigió a mí, diciéndome: “¿Qué tienes en las manos?”, casi brinqué, y temeroso porque pensaba que se me acusaba de ratero, con angustia dije: “¡nada! ¡nada!, sólo me estoy frotando las manos”.
Me sentí como un criminal sorprendido con las manos en la masa.
Recapitulando: no importa una vida honesta si eres abogado. En ese sentido somos como los políticos: se nos juzga que todos somos rateros.
Saludos
P.D. Moraleja, tus más severos jueces son tus hijos, más vale que te portes bien.
En ese barrio, en cada cuadra, alrededor de 30 a 40 personas ofrecen, y no muy discretamente, cambiar pesos por dólares, o sea “operación bleu”, pero mucha gente pinta el asunto como el viaje del Titanic, lleno de peligros, de amenazas y de riesgos: “qué si el potencial cambiario corre con tus dólares”; que si te asaltan”; “que si en los billetes argentinos te introducen varios falsos”, etc. A los transeúntes, con cara de turistas cuando van pasando les dicen: “cambio”, “cambio”, “cambio, y todo mundo saben a qué se refieren.
Como no teníamos pesos argentinos decidimos correr el riesgo y fuimos a La Florida, y resultó lo que nos describieron, o sea, una sucesión interminable de tiendas grandes, medianas y chicas, casi todas como si estuviéramos en un mall gringo, con el tipo de ropa y artículos norteamericanos, en precios a los que tenemos en México, sólo que en miles de pesos argentinos. Si algún objeto nos llamaba la atención, para saber su costo en “cash” mexicano, confeccionamos un listado de tipo de cambio: desde una escala de cientos de pesos a varios miles en valor argentino, convertidos a pesos mexicanos, y esa lista se volvió nuestro “catecismo” de obligada consulta constantemente.
Volviendo al asunto del cambio de monedas, resultó, para uno de turista novato, una odisea.
En una tienda de tantas adquirí 12 llaveros elaborados en piel con dibujos de motivos argentinos: “una pareja de tango” y la entrada al barrio del “Caminito”. En esa tienda platicamos un poco con el dependiente y él nos explicó que, en general, las personas que ofrecen cambiar y que andan circulando en las calles sin lugar fijo, eran de fiar y que ellos los conocían porque todos los días iban a realizar operaciones, pero agregó “el pelón joven de la esquina, del puesto de periódicos, es confiable”.
Salimos y resultó que había varios “pelones”, pero no muy jóvenes. De repente, en un pequeño local fijo en medio de la calle, que es peatonal, donde se vendían revistas y periódicos, encontramos al pelón y joven. Nos acercamos y adquirí un periódico del día. Una de mis hijas le preguntó que si cambiaba dólares. En tono serio y misterioso afirmó que sí, y la invitó a pasar dentro de la pequeña tienda. En ese espacio, oculto al resto de personas, pasaron mis hijas, nerviosas, y yo me quedé afuera en calidad de guarura.
El cambio se efectuó en la clandestinidad, sin contratiempos.
Seguimos deambulando en las calles de La Florida y al salir de una de ellas, me frotaba las manos porque hacía un poco de frío, a pesar de que ya era casi medio día, cuando en tono de regaño una de mis hijas se dirigió a mí, diciéndome: “¿Qué tienes en las manos?”, casi brinqué, y temeroso porque pensaba que se me acusaba de ratero, con angustia dije: “¡nada! ¡nada!, sólo me estoy frotando las manos”.
Me sentí como un criminal sorprendido con las manos en la masa.
Recapitulando: no importa una vida honesta si eres abogado. En ese sentido somos como los políticos: se nos juzga que todos somos rateros.
Saludos
P.D. Moraleja, tus más severos jueces son tus hijos, más vale que te portes bien.
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