A mis maestros, con cariño

 En mi inveterada costumbre de recordar películas, el tema de estas líneas lo encontramos en el film que permitió al extraordinario actor Sidney Poitier impulsar su larga y exitosa vida en el mundo de la fantasía.

Podemos preguntarnos ¿cuáles cualidades se requieren para recibir el calificativo de maestro? No sé la respuesta, aventuro algunas y para ello me voy a valer de aquello que a lo largo de la vida me ha dejado huella en imperecederas lecciones.

En mi tránsito por la primaria, la materia preferida fue la de historia y la impartía mi maestra, la profesora Sofi (Sofía Padilla). Me llevaba en mi pequeña mente a las guerras floridas, a los combates de los aztecas contra los conquistadores españoles o a las luchas palaciegas de la España de fines del siglo XV, que después supe se inspiraban en una novela de corte medieval “Los cien caballeros de Isabel la Católica”, pero que en boca de mi profesora cobraban otras dimensiones. La maestra dedicaba la mayor parte del tiempo a las matemáticas y a la gramática, y aprovechaba las tardes lluviosas que convertía las calles empedradas de mi pequeño terruño en verdaderos ríos, a la historia. Gracias.

En mi primer año de secundaria, la historia siguió siendo mi favorita porque un maestro del que recuerdo su apellido, Frías, me introdujo al mundo de la prehistoria, de los neandertales y de los Cromañón. Además, fue el primero que nos llevó de excursión al cerro del Chivo en busca de vestigios de cerámica y de otros objetos de los indios que habitaron la hoy zona guanajuatense en la época colonial. La emoción me invadió cuando encontré entre los surcos ya desnudos de la siembra de maíz, un corazón de obsidiana, pequeño, que de inmediato puse ante los ojos de mi maestro. Éste me felicitó y me sacó de error “no es un corazón, es una punta de flecha de obsidiana”. Todavía, después de décadas, bastantes, el corazón se me agita como una mariposa al recordarlo. Gracias.

En la preparatoria, otro maestro, Rivera Rojo, de edad avanzada y con una papada que enmarcaba su cara siempre adornada con lentes de aros, nos proponía interpretaciones sobre sucesos relevantes de la historia. Continuamente lo acosaba con interrogantes de su materia, aunque era estricto al estilo de la época porfirista. En un examen de 100 preguntas fui el mejor: contesté correctamente a 98, pero se negó a calificarme con el máximo, se mantuvo al número de aciertos. A la distancia ese asunto carece de todo valor, lo relevante fue lo que enseñó. Por cierto, el maestro Rivera fumaba como desesperado, a todo hora y lugar; probablemente por ese hábito tenía accesos de tos que le cortaban la respiración, al grado que era angustioso presenciar como jalaba aire, al punto que no sabíamos si iba a desfallecer.

Ya en la carrera de la licenciatura en Derecho, mi mejor maestro lo fue un destacado jurista, Javier Alba Muñoz, que se desempeñaba en la sala penal como secretario de un ministro de la suprema corte. Su fama de jurista era superada por el hecho (para mí, al principio desconocido) de que era “barco”, es decir, no reprobaba a ningún alumno. Se rumoraba que al final del año, al presentar los alumnos el único examen que se requería para aprobar, uno de sus talentosos alumnos no daba una y exasperado le preguntó: rápido, ¿cómo te llamas? y aun así trastabilló. El maestro Alba se rio y le dijo vete: aquí está tu seis, o sea aprobado, y agregó: que te repruebe la vida”.

El maestro Alba Muñoz ha sido uno de los más amenos maestros que he tenido en mi vida. Era malhablado. Al iniciar los cursos de Derecho Penal I y II que tomé con él, con su salón a reventar, — incluso muchos parados en las orillas del salón porque no alcanzaban las bancas, eran más de 120— decía: “Hoy, sólo hoy se va a pasar lista, el que no escuche su nombre vaya a la dirección a arreglar ese asunto, no admito reclamaciones. Agregó ¿hay alumnas? En el primer curso no hubo. En el segundo curso, un ocurrente que nunca falta contestó: “Hay una, pero como si no lo fuera”. El salón soltó la risa, en efecto, había una poco agraciada. El maestro agregó, una vez calladas las risas: tengo fama de malhablado, mi trabajo me ha costado, no quiero herir sentimientos, así que puede permanecer, advertida, o bien cambiar de grupo. Cabe decir que esa compañera permaneció y obtuvo muy buenas calificaciones.

En vía de ilustrar al lector la forma de enseñar del maestro Alba, al explicar el tema de la “tentativa de delito”, es decir, como la refiere la ley, el sujeto activo realiza las conductas necesarias para cometer el delito (por ejemplo, disparar sobre una persona) y éstas no se consuman por causas ajenas al activo (por mala puntería o el pasivo se alcanza a mover, o porque otra persona le desvía el arma al disparar, etc.), el profesor decía: “Es como aquel perico parlanchín y majadero, cuando una persona sacó su pistola, le apuntó y le disparó, y el perico exclamó: si me agacho, me chinga”. Obviamente, el salón estalló en una ovación. Alba explicó: ahora ya saben cuándo es tentativa y con ese ejemplo, nunca lo van a olvidar.

Con el tiempo el campo del Derecho Penal, la Criminología y la Criminalística resultaron ser mis preferidas en mi vida profesional. Cuando el maestro Alba me enseñó Penal, dominaba una teoría que explicaba la “teoría del delito” y que ahora se conocía como “teoría causalista”. En esa época sólo se impartía esa teoría: ni siquiera se mencionaba su nombre. No había más que esa sopa. Esa teoría no me convencía y numerosas veces le expresaba mis dudas al maestro Alba, aún años después de haberme recibido de abogado cuando lo visitaba en su oficina de la Suprema Corte. Con paciencia me volvía a explicar y me la reiteraba, pero las dudas persistían. Gracias.

Tenía ya alrededor de 30 años de ejercicio profesional, y de ellos unos 25 como profesor de Derecho Penal, cuando en la Ibero Torreón tuve la oportunidad de participar en la organización un diplomado al que se invitaría a destacados especialistas del país, pues versaría sobre Derecho Penal. Así fue como esta universidad me asignó la tarea de conseguir a expertos que abordarían los diferentes temas del diplomado. Para desarrollar el relativo a la Teoría del Delito, acudí a la ciudad de México y logré que aceptara exponer el Dr. Fernando Castellanos Tena, ministro de la Suprema corte y autor de una obra que era utilizada como texto en el país, Lineamientos de Derecho Penal, así como un penalista mexicano que recién había concluido su doctorado en Alemania, el Dr. Moisés Moreno. El desarrollo del diplomado se estructuró para que cada expositor desarrollara el tema en una jornada sabatina de ocho horas.

Durante mi estancia en la ciudad de México en búsqueda de profesores, un abogado dedicado a la materia procesal penal, Julio Hernández, maestro de la Ibero Ciudad de México, generosamente me apoyó recomendándome a varios. Entre ellos me ponderó al Dr. Moreno, diciéndome: Invítalo, no te arrepentirás. Él fue conducto para que aceptara, y efectivamente la elección resultó magnífica.

Fue el primer ponente. Cuando acudí a recibirlo al aeropuerto, me impresionó su juventud y su sencillez. Arribó un viernes por la tarde y sólo traía un portafolio. Pregunté por su equipaje. Sonriendo me dijo: viene una camisa en el portafolio. Tan, tan, pensé yo.

El diplomado inició en 1990 con pie derecho. El doctor Moreno resultó, a mi juicio, el mejor maestro de cuantos participaron, y vaya que los hubo muy buenos, como el Dr. Sergio García Ramírez, Ricardo Franco Guzmán y otros más. Moreno explicó que en la teoría del delito predominaban principalmente dos diferentes posturas: la tradicional, heredada de fines del siglo XIX, donde destacaban penalistas alemanes como Franz Von Lizt, Mezger y otros, y que a este análisis se le conocía como Teoría Causalista. A su vez, nos enseñó la corriente teórica denominada Teoría finalista de la acción o Teoría Finalista, también de destacados alemanes como Hans Welzel su fundador y otros. En ocho horas este maestro contestó mis dudas e interrogantes que durante 30 años me había formulado sobre la teoría del delito. No cabe duda. Mi agradecimiento al maestro Moreno. Mi tesis para obtener la maestría en Derecho versó sobre esas teorías y otras más que se han formulado sobre este tema.

Cuando cursé el nivel de doctorado en Derecho, la mayoría de los catedráticos cumplieron con creces las expectativas de ese nivel de estudios, pero no puedo dejar de reconocer que el maestro que me amplió horizontes insospechados fue el Dr. José Cárdenas Gracia. Con una gran generosidad y sencillez puso a nuestro alcance y curiosidad a destacados juristas como Atienza, Ferrajoli, etc, que son contemporáneos y que han enriquecido el Derecho con visiones que arrojan luces sobre derechos humanos, argumentación jurídica, ponderación de derechos fundamentales, etc.

Todo el que te enseña, el que te hace ver mundos nuevos u otras perspectivas es un maestro, y a todos ellos, nuestro reconocimiento y agradecimiento.

La mejor maestra es la vida. Aprende uno más de los errores, si es que los corriges. Cualquier persona, desde tu madre al más impensable individuo, ha sido tu maestra o maestro.

Recuerdo que hace tiempo, como suele suceder, encontré en mi vida profesional enemigos gratuitos que, sin razón lógica para mí, me ponían piedras en mi camino. A un amigo le reseñaba continuamente ciertos agravios de un tercero, y reconozco que lo hacía con cierta obsesión. Después de escucharme pacientemente varias veces, un día me dijo: “No desperdicies tu tiempo en rencores sobre asuntos que no puedas solventar: tú camina, y al paso del tiempo, cuando vuelvas la mirada, ese real o supuesto enemigo quedará atrás, tú creciste, él empequeñeció”. Seguí su consejo. Fue mi maestro.

Gracias a todos los que me han enseñado a vivir.

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