Pata de perro (Parte II)

Hoy amaneció con un frío insoportable. Es sábado 13 de noviembre, y ayer se cumplió otro aniversario del fallecimiento de mi padre, ocurrido en el año 1975, hace una eternidad.

Nuestra primera actividad fue asistir a la iglesia de San Francisco, dedicada a la patrona de la ciudad de Acámbaro, la Virgen del Refugio. Esta virgen se distingue por resolver causas difíciles y desesperadas, y este año se cumplen 75 años desde su coronación. Por esa razón, el interior de la iglesia estaba engalanado con arcos de largos cortinajes que descendían desde la parte superior de la nave central casi hasta el suelo. Por casualidad, presenciamos una peregrinación que llevaba ofrendas a la virgen, entre ellas el manjar predilecto de la región: el pan.

Esto me hizo recordar que cuando era niño, junto con otros menores, incluido mi hermano Miguel, fuimos pajes en la ceremonia de coronación. En aquel día, asistieron altos prelados, como el arzobispo de Morelia, cuya demarcación incluye Acámbaro.

La vida nos colocó en un lugar privilegiado, justo al pie del altar, ya que la coronación se llevó a cabo como punto culminante con una misa oficiada por tres padres. La corona pasó ante mis ojos, colocada en un amplio cojín de terciopelo rojo. Era inmensa, de unos 50 a 60 cm de alto, y se balanceaba peligrosamente, llegando casi a caerse hacia el lado donde yo me encontraba. Como Speedy González, rápido con las palmas de mis manos, detuve su inminente caída. Apenas lo hice, una marabunta de clérigos pasó aterrorizada frente a mí y ni siquiera me dieron las gracias. Yo no quería lavarme las manos que habían tocado la corona, al menos por un mes, pero mi madre, a pesar de su apego a la iglesia, no lo permitió. Ni modo.

En esta visita, dediqué la misa a mis padres y a mi hermana, cuyas cenizas se encuentran en urnas depositadas en la iglesia, curiosamente denominada "el hospital", contiguo a la iglesia de San Francisco, en las criptas ubicadas en el subsuelo, como si fueran catacumbas.

Durante el transcurso de la misa, corría a lo largo de su interior una corriente de aire frío que helaba. Pensé: “aquí no se purifica con el fuego de los infiernos, sino con el frío de Siberia”.

Después de salir de misa, fuimos a desayunar a un restaurante que antaño fue la casa del doctor Sámano, un médico famoso por su bondad y sabiduría, al grado de que una de las principales calles de la ciudad lleva su nombre en su memoria y honor.

Al concluir el desayuno en esta antigua casona de techos altos y vigas de madera, que me transportó a tiempos pretéritos, pregunté por familiares del doctor Jorge Calderón, mi compañero de sexto grado de primaria y también compañero del internado del pentatlón durante nuestros estudios universitarios. Afortunadamente, estaban presentes una nieta y un nieto que, para mi sorpresa, me reconocieron. El nieto me dijo que cuando leyó la carta que escribí cuando falleció su abuelo hace unos cinco años, se conmovió y lloró. No pude responderle, se me hizo un nudo en la garganta y las lágrimas asomaron por mis ojos, recordando a uno de mis mejores amigos de antaño.

A continuación, recorrimos el pueblo para comprar pan de Acámbaro, ya que mi ciudad natal ganó un concurso nacional en la elaboración de pan. Si visitan el lugar, no pueden dejar de disfrutar de los "acambaritas", un pan sin igual. Les aseguro que si apuestan en contra, seguramente perderán, pero disfrutarán de su sabor.


Durante la visita, saludamos a Soco y a su hermana Lupe, quienes cuidaron de mi hermana y de mi madre en sus últimos años, hasta que fallecieron en 2005 y 2006, respectivamente. Luego nos dirigimos al museo del doctor Waldemar Julsrud, un alemán que se estableció en Acámbaro en la primera mitad del siglo XX y que, de manera increíble, logró coleccionar más de 36,000 piezas, que se precian de antiguas. Hasta la fecha, se conservan alrededor de 3,000, la mayoría son representaciones de animales antediluvianos, dinosaurios de diversas especies, sabores y texturas. Muchos de ellos están ubicados junto a seres humanos o humanoides elaborados, casi todos de barro.

En este sentido, este museo acambarense es único en el mundo. Personalmente, admiro la dedicación de toda una vida para reunir tal cantidad de piezas. Don Waldemar vivió en Acámbaro durante décadas, dedicado a atender su ferretería "La Reina", que era de su propiedad. Estos “vestigios” los adquiría de campesinos de la falda del Cerro del Toro, zona donde nació, creció la ahora la ciudad de Acámbaro. Al parecer, pagaba algunos pesos por cada pieza. Entre 1940 y 1950, las fue adquiriendo, y seguramente fue un apoyo económico para los campesinos, quienes obtendrían más dinero por "descubrir" y vender esas piezas que por su actividad agrícola.



En mi opinión, las piezas de esos dinosaurios son falsas. Me resulta increíble que don Waldemar supusiera que fueran contemporáneas al hombre o a homínidos que convivieron con esos enormes animales, que vivieron hace cientos de miles o más de años. Mientras tanto, los vestigios más antiguos de los hombres prehistóricos en México apenas alcanzan los 20,000 años. Recomiendo que visiten este museo, que no tiene precedente similar en el mundo. Quizá, ante las dudas, don Waldemar tenga razón y las piezas del museo resulten auténticas. Como dice el dicho, "el que ríe último, ríe mejor". Si van, mínimamente conocerán el ombligo de nuestra galaxia y su inigualable riqueza culinaria.

P.D. Al concluir la secundaria a los 15 años y mientras empezaba la preparatoria, por unos días fui “chícharo” en la ferretería "La Reina" de don Waldemar. Todos los días, se instalaba en la oficina ubicada al fondo de la tienda y prácticamente no salía de ese lugar, ocupado en leer. Ocasionalmente, el encargado de la ferretería, el señor Gallegos, iba a consultarle algunos asuntos. Yo prácticamente no crucé palabras con él. Sin embargo, por una situación particular, pude constatar que don Waldemar tenía un profundo amor por México y le indignaba que pudieran dudar de su lealtad hacia su patria adoptiva.



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