El rebelde


Tuve una infancia y una adolescencia feliz. Puede decirse “normal”, rodeado de mis padres, hermanos y hermanas, primos, primas, tío, tías, parentela y amigos.

Tal vez fui de aquellos que podían denominarse “críos difíciles”, porque no era de los que obedecían las “riendas” a la primera. No me gustaba que me mandaran y así me gané desde regaños hasta fuertes golpes. Pero eso no me hacía sino tornarme más “arisco”.

Al iniciar mi juventud, sólo dos caminos se presentaban como actividades para toda la vida: la ruta castrense o militar y la civil. Ya habrán adivinado para cuál rumbo me dirigieron. Por mi parte, como suele suceder, no me decidía cuál sendero escoger: el primero me fascinaba, porque competir, luchar… y ganar era lo que quería, pero al mismo tiempo rechazaba tener que obedecer, recibir órdenes de una bola de “pendejos”, que sentían que por tener “galones” podían exigir que les “rindieran” pleitesía como si fueran emperadores cuando su cabeza estaba ausente de neuronas.

Al final terminé en el bando militar.

Como “cadete” pase las de “Caín”, pues no soportaba a instructores que ignoraban que la disciplina no es ciega, y que piensan que sólo a gritos, maldiciones y humillaciones es como se educa a la obediencia. Frecuentemente estaba “arrestado”. Para acabarla, cualquier miserable que portaba uniforme se sentía autorizado para que le sirvieras de “tapete”. Pasé a ser famoso en ese pequeño mundo como un rebelde, repartía golpes y patadas. Cuando no estaba confinado por castigo a mi conducta, estaba en la enfermería “reparando la carrocería” por las lesiones, con la satisfacción de que había roto “hocicos” o unas cuantas costillas.

Me gradué porque fui perseverante. A veces cuenta más la terquedad que la inteligencia.

Me asignaron a un cuerpo del ejército. Por mi camino empezaron a desfilar mandos, sargentos, subtenientes, tenientes, mayores, capitanes, y con unos, me lleve bien; con otros, mal.

Mi cualidad, casi la única, era que me encantaban las actividades físicas, entrenar en el campo, correr, marchar, desfilar. Era el primero, y me esmeraba en ser el mejor. Supongo que eso me destacaba del resto, pues me fueron destinando a quienes tenían más grado, y eso también me acarreó envidias de mis compañeros.

Un día, después de unas competencias a “campo-traviesa” en las que llegué en primer lugar, un grupo de los rivales derrotados se me echaron en mantón cuando nos fuimos a descansar… llovían golpes, patadas, crujían las osamentas, escapaban quejidos.

Al alboroto de la confrontación llegaron otros elementos y terminó la batalla. Me pusieron una soberana madriza. Varios acabamos en el hospital. Me fue mal, perdí un ojo. Tuerto de por vida.

Estaba en la más profunda depresión. Pensé que mi carrera militar había acabado.

Tuve suerte. Mi instructor a cuyo cargo me encontraba, me estimaba. Cuando competíamos en pareja, contra otros, bastaba un ademán, una mirada, un cambio de paso, cualquier minucia, y en ese instante, la carrera cambiaba a nuestro favor. Él llegó, me consoló, me hablaba como un padre a un hijo. No olvido que dijo, “no importa que estés tuerto, tú estás para grandes cosas”. Me contó como Moisés Dayan, un destacado comandante israelita salvó a su pequeño país en la famosa guerra de los “Seis Días”. Dayán dirigió a los tanques de guerra de su país contra las fuerzas 5 o 6 veces superiores, y las destruyó. La coalición de países árabes atacó por todos los frentes; Dayan, tanques y fuerza aérea, los destruyeron. Moisés Dayán, era un veterano de guerra, tuerto.

Gracias a él, volví a entrenar. Su fe en mí fue mayor que los obstáculos que tuve que superar. Me preparaba para competir y asistir a las limpiadas de 1948, que se celebrarían en la ciudad de Londres. Importantes, porque eran los juegos que iban a marcar el reinicio de esas justas, interrumpidas por la Segunda Guerra Mundial. A esas fechas, la última olimpiada había sido la de la Berlín en 1936, cuando brilló el más famoso corredor, Jesse Owen, la maravilla “negra”, que humilló las esperanzas de la superioridad hitleriana de la raza aria.

Entonces, empezó otro calvario. Los mandos del ejército, y hablo del Estado mayor, del secretario de Guerra, y aún del propio presidente de la república, en su calidad de Jefe Supremo de las fuerzas armadas, prohibieron expresamente mi participación en la Olimpiada, porque estaban seguros que mi discapacidad haría quedar en ridículo a México.

Me rebelé, me empeciné en participar. Mi instructor y mentor se solidarizó. Casi a escondidas nos embarcamos al viejo continente.

Al llegar quedé deslumbrado, todo era pastos verdes, mañanas y tardes neblinosas. Pude conocer en los entrenamientos a mis rivales. De países que desde las primeras olimpiadas habían ganado todos los lugares. Austria, Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, Francia, Italia, etc. Ninguno de un país “subdesarrollado. Lástima que no podía apostar, pues pensé, debo ganar, éstos engreídos ni nos fuman. Supongo que podía haber ganado mil pesos por cada peso apostado a mi favor.

No estaba solo, había otros competidores compañeros, cada uno por su cuenta, pero también lo íbamos a hacer por equipos. Estaban impactados con los rivales. Yo los animaba, “estos blanquitos nos van a pelar los dientes como las calaveras”. Se reían, y uno en “cortito” me dijo: “de veras crees que les podemos ganar”. Yo, muy seguro (por fuera) le dije: “¡claro que les vamos a ganar!”.

Ellos competían con un estilo en que el instructor iba siempre erguido, y al saltar obstáculos de la competición, lo hacían derivando la masa corporal hacia atrás; el nuestro lo hacía en sentido opuesto, es decir, hacía adelante, inclinado y así se alineaba con nosotros y nos fundíamos en una estampa, que ha pasado a la historia hasta la fecha. El día que nos toco competir todo salió a la perfección. De esa jornada guardo imborrable recuerdo. Todos los detalles están en la memoria. El mejor día de mi vida, de nuestras vidas. Ganamos la medalla de oro individual y por equipos. Las primereas que obtenía nuestro país.

De la noche a la mañana pasó México a ser potencia mundial en las disciplinas olímpicas en que competíamos.

Todos se maravillaron cuando se enteraron de que yo competía sin un ojo. Tuerto.

Puedo decir además que, a pesar de mi incapacidad parcial, gané el oro olímpico, gracias a la Virgencita de Guadalupe y a mi instructor.

Saludos, 

“Arete”

P. D. Como suele suceder, después de la victoria todos los políticos se “colgaron” la medalla, empezando por el presidente. Se olvidaron de enviarme al matadero.

"Arete" nació en 1938 en Los Altos, Jalisco, en el rancho “Las Trancas”; un potrillo alazán tostado a quien bautizaron con ese nombre, debido a que había nacido con una hendidura en la oreja izquierda. Ganó la medalla de oro en las XIV Olimpiadas durante 1948, junto a su jinete Humberto Cortés Mariles. "Arete" falleció unos años después, en 1952, debido a las complicaciones que tuvo debido a un golpe de "El Cordobés", caballo argentino.

Dedicado a los atletas que asistirán, representando a México, a Tokio 2021, para los juegos olímpicos y paraolímpicos.

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