En este pueblo ya no se puede vivir

 

Mi madre pronunció esta frase, como sentencia con efectos de cosa juzgada, inapelable, verdad demoledora.

Toda su existencia transcurrió en su terruño, un pequeño pueblo provinciano de centenaria existencia: poco cambió en las primeras tres décadas del nacimiento de mi madre. Ella nació poco antes de la Constitución de 1917, y mientras la legislación contaba con centenares de reformas, el caserío alrededor de la iglesia de San Francisco y su enorme convento adyacente —inoperante en buena parte— se conservaba idéntico, día tras día, sin que su rutina día se alterase: de la misa de seis de la mañana a la bendición del santísimo a las nueve de la noche. A esa hora, el pueblo quedaba a merced de los espíritus chocarreros, de apariciones fantasmales, de fieras terroríficas. Los focos de los aislados postes del incipiente sistema público de alumbrado, semejaba más bien la luz vacilante de las velas que rogaban por las almas del purgatorio. Era un lugar perdido en la magia de las costumbres otomíes y de las rígidas reglas del catolicismo inquisitorial de los hispanos afincados en esa región agrícola.

No había radio, televisión, teléfono ni automóviles que violaran la reluciente imagen de las calles empedradas y de los rojos aleros de sus casas que soportaban estoicas la larga temporada de lluvia, que a veces transcurría por días continuos. Los muros de adobe de las casas con techos con vigas de madera como soporte se estremecían con el rugir de rayos relampagueantes que rasgaban los cielos y que atronaban el vecindario cuando incidían en los pararrayos de las iglesias que eran referentes de los barrios del pueblo: la Soledad, San José, Guadalupe, el Hospital y desde luego, San Francisco.


En la infancia de mi madre, el grado escolar máximo era el que ahora paradójicamente llamamos, primaria. No eran muchos lo que la concluían. La aspiración era aprender a leer y a hacer cuentas.

Mi madre fue la menor de cuatro hermanos, tres mujeres, incluida ella, y un varón, mi tío Gilberto. Vivieron hasta que se casaron, apenas iniciada su juventud, en una casa cercana al tajo que hacía las veces de arroyo y de vertedero de desechos humanos, al pie de una mole que lleva por nombre Cerro del Toro, que en las jornadas torrenciales desfogaba el caudal de la lluvia que escurría del cerro y la conducía al cercano río Lerma que corría a la vera del pueblo.

Cuando mi madre contaba con escasos doce años, le tocó una famosa inundación que dejó a más de la mitad del pueblo bajo un manto de agua, incluidas su parte central y casi todas sus iglesias. Su hogar quedó a salvo porque estaba a un nivel más alto, en las faldas del Toro, símil curioso.

A los 19 años era una jovencita muy bella, de negra cabellera ensortijada, que le ganó el sobrenombre de la “China”. Era de tez muy blanca, juvenil y tersa, que conservó hasta su ancianidad, pues resistió a las arrugas de la edad, como en pocas personas. Así, saliendo de la adolescencia, contrajo matrimonio con mi padre quien le llevaba alrededor de veinte años. Ya era viudo con tres hijos: dos varones y una mujer, adolescentes. La mayor, Nydia, era apenas unos tres o cuatro años menor que mi madre. Fue una prueba muy difícil. Nydia no aceptaba la situación, sólo Tulio, el menor de ellos pudo congeniar con mi madre.

Al poco tiempo, Nydia se fue a vivir con sus abuelos maternos a la ciudad de México; Jorge, muy alto para su edad, se incorporó a los dos o tres años al Colegio Militar para seguir la carrera militar y luego se enlistó en la Fuerza Aérea como piloto. El que vivió más años con la familia fue Tulio, pero influido por su hermano, se incorporó a este Colegio y también fue piloto: formó parte del Escuadrón 201, pero del segundo grupo que se entrenaba en los Estados Unidos en aviones de caza de combate. A punto de unirse a compañeros del escuadrón que ya estaban en el Pacífico peleando contra los japoneses al lado de solados de Estados Unidos, concluyó por fortuna la Segunda Guerra Mundial el 1° de septiembre de 1945.

Retomo la historia de mi madre. Es un misterio para mí como fue que mi madre aceptó a mi padre como esposo: le doblaba la edad, era viudo y con tres hijos que bien podían haber sido sus hermanos. Además, sus temperamentos eran bastante apartados: mi madre tenía un carácter apacible, tenía un gran sentido del humor y podía hacer amistades con facilidad; era una mujer muy, muy inteligente y de una fortaleza que uno no podía imaginar por su juventud. Mi padre era de carácter seco, poco expresivo en su afecto, casi no tenía sentido del humor, educado con criterios muy rígidos, probablemente resultado de que vivió casi como huérfano, pues su padre dedicado a su trabajo de pintor, no convivió con él ni con sus numerosos hermanos, y por las  penurias económicas de la familia, como era costumbre en esa época, fue enviado por temporadas largas a vivir con parientes cercanos y lejanos, algunos de ellos con tradiciones, aún para esos tiempos, extremadamente conservadoras, que seguramente le formaron un carácter bastante reservado y arisco. Era muy bien parecido, y al casarse con mi madre ya tenía trabajo de base y un tiempo de antigüedad en los Ferrocarriles Nacionales de México, donde llegó a desempeñarse como maquinista de camino, en un tiempo en que los sueldos en esa empresa eran de los más elevados entre los obreros calificados del país.

Aventuro que para una jovencita como era mi madre, la idea de casarse con mi padre no fue fácil, muchos factores pesaban en contra, pero tal vez fue el flechazo del amor, un escenario con pocas oportunidades para el matrimonio con un “buen partido” y la posibilidad de quedarse “solterona” —lo que en ese tiempo era una situación social poco agradable—. No lo sé, lo que me consta es que mi madre tenia un gran cariño por mi padre y éste le correspondía.

El que gobernaba la familia era mi padre, pero mi madre era el poder tras el trono, y cuando se trataba de defender a sus hijos en cuestiones sobre educación —su formación moral, por ejemplo—  era un valladar frente a la opinión o discusiones que mi padre expresara.

Mi padre tenía una personalidad como pocas. De esas que llegan a un lugar y sin alarde de ello las miradas convergen en ellos, como imán. Esa cualidad la tenía mi padre: tenía un “algo” que lo hacía sobresalir. Contribuía a ello una mirada penetrante que imponía y sus ojos de un azul intenso. En la familia decíamos que tenía mirada “doble X”, y cuando su dueño estaba molesto o enojado, fulminaba con ella.

Mi madre lo conocía mejor que él a sí mismo. Los cambios de humor en mi padre eran frecuentes. Amanecía de “malas” y mi madre sólo nos decía: “pórtense bien y no le hagan caso, salvo que les hable”. Mi madre, en cambio, era de un carácter jovial, difícil de que la sacaran de sus casillas, pero como todos, si se enojaba era mejor no cruzarse en su camino.

Mi madre tenía una legión de amigas: las más cercanas, las del grupo religioso, las del círculo de costura. Y el desfile interminable de todas las personas con las que trataba en la vida diaria, a quienes no sólo conocía y saludaba, sino que estaba al pendiente de sus aficiones, padecimientos, angustias, problemas, temas que eran intercambio constante de lo que es la vida de todos, pero que no cultivamos con amor y cariño como ella. También le dedicaba grandes cuidados a su colección de macetas y se desvivía por sus pájaros, a los que atendía con esmero. Fue su pesar, cuando la edad la venció y guardaba cama, que no podía atenderlos, sólo encomendarlos constantemente a quien velaba por ellos.

Mi padre fue un ejemplo de rectitud, honradez y trabajo; mi madre me educó, me formó, me conocía mejor que yo mismo, pero me dejó tomar mis decisiones; por ejemplo, cuando terminé la carrera de abogado y cursaba la carrera de maestro de secundaria y preparatoria y acepté la plaza en el magisterio, no me reprochó, pero me dijo: puedes hacer las dos cosas, abogado y maestro, la primera te dará holgura económica y la segunda, satisfacciones. Le hice caso y eso se lo debo a ella.

Mi madre tuvo varias nueras: Irma, mi esposa; Tere, la esposa de Miguel Ángel y Lucy, la esposa de Ariel. Siempre negó tener una favorita.

Muchos recuerdos tengo de ella, hermosos, algunos agridulces, y por ahora a mi memoria acude el episodio en que ya con noventa años, pasaba los días en cama, y tuvo la necesidad de ir al baño. Yo me encontraba ahí, había viajado para visitarla. No estaba a la mano la persona que la atendía, así que yo la llevé y me dijo: “Ay, hijo, ¡cómo me duele que me atiendas!”, y yo con un nudo en la garganta le decía: “Madre, no te preocupes, ésta es sólo una vez, tú lo hiciste por mí cientos de veces”.

A los pocos días falleció, yo no pude estar a su lado y casi lo último que me dijo fue: “Hijo, ya estoy muy cansada, ya me quiero ir”. Sólo atiné a decirle: “Estamos en manos de Dios” y agregó: “Ojalá ya me recoja”.

P. D De mi terruño soy huérfano, ya construí otro, pero como dice la canción: “El primer amor nunca se olvida”.

 

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