En este pueblo ya no se puede vivir
Mi madre pronunció esta frase, como sentencia con efectos de
cosa juzgada, inapelable, verdad demoledora.
No había radio, televisión,
teléfono ni automóviles que violaran la reluciente imagen de las calles
empedradas y de los rojos aleros de sus casas que soportaban estoicas la larga
temporada de lluvia, que a veces transcurría por días continuos. Los muros de
adobe de las casas con techos con vigas de madera como soporte se estremecían
con el rugir de rayos relampagueantes que rasgaban los cielos y que atronaban
el vecindario cuando incidían en los pararrayos de las iglesias que eran
referentes de los barrios del pueblo: la Soledad, San José, Guadalupe, el
Hospital y desde luego, San Francisco.
En la infancia de mi madre, el grado escolar máximo era el que ahora paradójicamente llamamos, primaria. No eran muchos lo que la concluían. La aspiración era aprender a leer y a hacer cuentas.
Mi madre fue la menor de cuatro
hermanos, tres mujeres, incluida ella, y un varón, mi tío Gilberto. Vivieron
hasta que se casaron, apenas iniciada su juventud, en una casa cercana al tajo
que hacía las veces de arroyo y de vertedero de desechos humanos, al pie de una
mole que lleva por nombre Cerro del Toro, que en las jornadas torrenciales
desfogaba el caudal de la lluvia que escurría del cerro y la conducía al
cercano río Lerma que corría a la vera del pueblo.
Cuando mi madre contaba con
escasos doce años, le tocó una famosa inundación que dejó a más de la mitad del
pueblo bajo un manto de agua, incluidas su parte central y casi todas sus
iglesias. Su hogar quedó a salvo porque estaba a un nivel más alto, en las
faldas del Toro, símil curioso.
Al poco tiempo, Nydia se fue a
vivir con sus abuelos maternos a la ciudad de México; Jorge, muy alto para su
edad, se incorporó a los dos o tres años al Colegio Militar para seguir la
carrera militar y luego se enlistó en la Fuerza Aérea como piloto. El que vivió
más años con la familia fue Tulio, pero influido por su hermano, se incorporó a
este Colegio y también fue piloto: formó parte del Escuadrón 201, pero del
segundo grupo que se entrenaba en los Estados Unidos en aviones de caza de
combate. A punto de unirse a compañeros del escuadrón que ya estaban en el
Pacífico peleando contra los japoneses al lado de solados de Estados Unidos,
concluyó por fortuna la Segunda Guerra Mundial el 1° de septiembre de 1945.
Aventuro que para una jovencita
como era mi madre, la idea de casarse con mi padre no fue fácil, muchos
factores pesaban en contra, pero tal vez fue el flechazo del amor, un escenario
con pocas oportunidades para el matrimonio con un “buen partido” y la
posibilidad de quedarse “solterona” —lo que en ese tiempo era una situación
social poco agradable—. No lo sé, lo que me consta es que mi madre tenia un
gran cariño por mi padre y éste le correspondía.
El que gobernaba la familia era
mi padre, pero mi madre era el poder tras el trono, y cuando se trataba de
defender a sus hijos en cuestiones sobre educación —su formación moral, por
ejemplo— era un valladar frente a la opinión
o discusiones que mi padre expresara.
Mi padre tenía una personalidad
como pocas. De esas que llegan a un lugar y sin alarde de ello las miradas
convergen en ellos, como imán. Esa cualidad la tenía mi padre: tenía un “algo”
que lo hacía sobresalir. Contribuía a ello una mirada penetrante que imponía y
sus ojos de un azul intenso. En la familia decíamos que tenía mirada “doble X”,
y cuando su dueño estaba molesto o enojado, fulminaba con ella.
Mi madre lo conocía mejor que él
a sí mismo. Los cambios de humor en mi padre eran frecuentes. Amanecía de
“malas” y mi madre sólo nos decía: “pórtense bien y no le hagan caso, salvo que
les hable”. Mi madre, en cambio, era de un carácter jovial, difícil de que la
sacaran de sus casillas, pero como todos, si se enojaba era mejor no cruzarse
en su camino.
Mi madre tenía una legión de
amigas: las más cercanas, las del grupo religioso, las del círculo de costura.
Y el desfile interminable de todas las personas con las que trataba en la vida
diaria, a quienes no sólo conocía y saludaba, sino que estaba al pendiente de
sus aficiones, padecimientos, angustias, problemas, temas que eran intercambio
constante de lo que es la vida de todos, pero que no cultivamos con amor y
cariño como ella. También le dedicaba grandes cuidados a su colección de
macetas y se desvivía por sus pájaros, a los que atendía con esmero. Fue su
pesar, cuando la edad la venció y guardaba cama, que no podía atenderlos, sólo
encomendarlos constantemente a quien velaba por ellos.
Mi padre fue un ejemplo de rectitud,
honradez y trabajo; mi madre me educó, me formó, me conocía mejor que yo mismo,
pero me dejó tomar mis decisiones; por ejemplo, cuando terminé la carrera de
abogado y cursaba la carrera de maestro de secundaria y preparatoria y acepté
la plaza en el magisterio, no me reprochó, pero me dijo: puedes hacer las dos
cosas, abogado y maestro, la primera te dará holgura económica y la segunda,
satisfacciones. Le hice caso y eso se lo debo a ella.
Mi madre tuvo varias nueras: Irma,
mi esposa; Tere, la esposa de Miguel Ángel y Lucy, la esposa de Ariel. Siempre
negó tener una favorita.
Muchos recuerdos tengo de ella,
hermosos, algunos agridulces, y por ahora a mi memoria acude el episodio en que
ya con noventa años, pasaba los días en cama, y tuvo la necesidad de ir al
baño. Yo me encontraba ahí, había viajado para visitarla. No estaba a la mano
la persona que la atendía, así que yo la llevé y me dijo: “Ay, hijo, ¡cómo me
duele que me atiendas!”, y yo con un nudo en la garganta le decía: “Madre, no
te preocupes, ésta es sólo una vez, tú lo hiciste por mí cientos de veces”.
A los pocos días falleció, yo no
pude estar a su lado y casi lo último que me dijo fue: “Hijo, ya estoy muy
cansada, ya me quiero ir”. Sólo atiné a decirle: “Estamos en manos de Dios” y
agregó: “Ojalá ya me recoja”.
P. D De mi terruño soy huérfano,
ya construí otro, pero como dice la canción: “El primer amor nunca se olvida”.
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