Acámbaro, Navidades
Acámbaro, mi terruño, era un lugar en que las navidades eran todo un acontecimiento.
Para
empezar, todos los días a partir del 16 de diciembre se organizaban posadas.
Cada barrio, cada calle, organizaba todas las actividades que se requerían para
ello: desde quiénes representarían a la Virgen y a San José en su ruta de pedir
posada; del coro que se las negaría, pues “no vaya a ser algún tunante”, hasta el
rezo del rosario no muy bien recibido por la “infantería”, así como las letanías
que la tía solterona endilgaba a los presentes en las que aparecían menciones como
“Arca de la alianza”, “Torre de marfil”,
que a los ojos de alguien que no fuese católico resultaría de un lenguaje
inexplicable. Después de cumplir con el protocolo religioso, venía la piñata,
el reparto de bolos y juegos como los Encantados o los Venados. Esa era la mejor época del año.
Seguido
me sucedía que, siendo presa del síndrome de hiperactividad, era frecuente que,
al caer la piñata bajo los golpes del niño o niña vendada, me precipitaba sobre
la fruta y dulces de la piñata y después, los demás infantes me saqueaban por
todas partes el botín, lo que a veces terminaba en mi llanto. Pequeñas
frustraciones que me enseñaron la lección que después leí de la autoría de Bill
Gates: “La vida no es justa: acostúmbrate”.
Entre los
recuerdos que más perduran de esa ápoca, está la confección de las piñatas que
mi madre nos enseñó a elaborar. Mis hermanos y yo hacíamos lechugas,
zanahorias, estrellas tradicionales, dados. En esa época no se estilaba que se
compraran, y menos aún que fuesen reflejo de personajes. Quizá porque la
televisión no existía y el cine dedicado a los infantes era “rara avis”, pues
apenas empezaba el Ratón Miguelito, el Pato Donald y Dumbo.
También había que preparar los nacimientos. Mi madre nos llevaba a las orillas de Acámbaro a recoger piedras rojas de origen volcánico, cantos rodados, ramas, musgo y a veces heno para instalarlo. Cada casa tenía uno, por más sencillo que fuera, pero en algunas de ellas no sólo se ponía el pesebre con todos sus personajes, incluidos los tres reyes magos, sino que se extendía a otras escenas bíblicas como la anunciación, la huida de Belén o la matanza de los niños por los soldados de Herodes. En esos hogares el nacimiento se instalaba en una habitación con acceso a la calle para que el que quisiera pudiera entrar, u observarlo por los ventanales. En ese entonces no había temor de que se robaran o se perdieron objetos: las casas tenían la puerta abierta todo el día.
Sé que no
todo era felicidad. Era niño y no me daba cuenta en otros hogares, pobres, no
pasaba lo mismo. Pero para mí esos días permanecen en mi mente como memorables.
El día de
la Navidad se preparaba cena formal. Mi familia se reunía con la de mis tíos,
Antonio y Lola, y a veces algunos amigos, pero los niños no teníamos “vela en ese
entierro”. Para nuestro consuelo, previo a la cena, celebrábamos la última
posada, la más importante porque se instalaba al niño Dios en su cuna, en el
nacimiento, y no menos importante que en ocasiones se rompían dos o tres
piñatas, con confeti y… monedas que todos queríamos, una cuando menos,
considerando que nuestro domingo semanal variaba entre 10 y 20 centavos.
En Navidad
no había regalos, no existía ese intercambio, ahora usual; tampoco era época de
Santa Claus. Los niños esperábamos con ansia la visita de los Reyes Magos la
mañana del 6 de enero: un regalo por cabeza, y era sorpresa si a veces era lo
que soñábamos; en ocasiones nos tocaba otro obsequio.
Con el
tiempo todo eso cambió. En el
Han
pasado casi ochenta años y sigo colocando el nacimiento y el árbol porque
quisiera que la magia de esa vida provinciana perdurara en la realidad, en mis
hijos, nietos y bisnietas y que ellos, si así lo piensan, lo hereden a sus vástagos
en versiones corregidas y aumentadas.
Diciembre 2020
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