Un día difícil
Más mérito era el de mi hermano Miguel, quien lo hizo por un año, pero en matemáticas, siendo él un año menor que yo.
En mis días de universitario jamás se me ocurrió, ni por equivocación, incursionar en las “grillas” estudiantiles. Era introvertido y mis pasiones extra-clase eran la lectura y el cine.
En mi primer trabajo formal como abogado, trabajaba en el jurídico de una sucursal de un banco. Había problemas laborales que nos afectaban a todos, como el servicio médico, medidas administrativas, etc. Por ley, el personal bancario no podía organizar sindicatos. Algunos bancos permitían asociaciones de empleados con fines recreativos, forma disfrazada de canalizar algunas “inquietudes laborales”, y así fue como se organizó en la sucursal una asociación en la que fui primer presidente y se lograron algunos beneficios. Al cumplir el plazo para renovar o reelegir la dirección, supuse que me iban a reelegir, pero no, optaron por el empleado “simpático” de la oficina: el personal femenino decidió a su favor y como lo supuse, eso resultó un fiasco, al grado que con él, la asociación murió.
Moraleja: las “masas” a veces eligen por la imagen, y no por su historial o las capacidades de sus dirigentes.
Años después, siendo catedrático de la escuela de Derecho en la Universidad de Coahuila, competí para dirigir la delegación sindical y prefirieron a mi rival, pero éste, al que sí le gustaba la “grilla”, al poco tiempo obtuvo un cargo en la propia universidad y tuvo que separarse de la Delegación, y de “rebote” quedé como delegado y me ocupaba de resolver problemas, casi todos del personal de intendencia, o administrativos, como permisos laborales, sanciones por impuntualidad, por faltas injustificadas, etc.
En esa época el gobernador de Coahuila era Óscar, “el malo”, para distinguirlo del “bueno” -con el mismo nombre y puesto, pero de Chihuahua- apoyaba al secretario general del sindicato de la universidad, de nombre Xicoténcatl, pero éste no tenía buena relación con el rector. Los conflictos que tuvieron entre ellos fueron muchos: surgieron paros, marchas, choques entre el sindicato y la rectoría, a tal grado que una noche, al amparo de la obscuridad, individuos no identificados provocaron un incendio en las oficinas particulares del rector, ubicadas en pleno centro de Saltillo y a dos escasas manzanas del palacio de gobierno. Ese fue el detonante de una magna marcha de estudiantes y maestros para defender la “autonomía” universitaria. El “gobe” y el rector, de alguna manera hicieron un pacto, pero el segundo exigió la destitución de Xicoténcatl y la elección de una nueva dirigencia. Así fue como, ajeno a todo ese enredo que se desarrolló en Saltillo, me tocó encabezar la nueva planilla sindical que resultó electa, obviamente con el apoyo de la rectoría, si bien, fueron las “bases” las que nos eligieron.
El rector contaba con un asesor y operador político, que a su vez había sido mi alumno en la escuela de derecho y con el que llevaba amistad. Después me enteré, que ese operador fue pieza decisiva para que el rector me considerara como candidato para dirigir el sindicato y con quien pudiera establecer una relación institucional de colaboración. Cuando el asesor me llamó, para operar las acciones de promoción de una planilla que contendiera por la dirección sindical, sabedor de que ello implicaría desplazarme a la ciudad de Saltillo durante tres años que duraba el cargo (sin posibilidad legal de reelección), me resistí a contender. Tendría que dejar a mi familia en Torreón y las actividades de mi despacho.
“Con gusto colaboro”, dije, pero en un cargo sindical en Torreón. “Además, el que de seguro quiere ser secretario general del sindicato, es el Lic. Espada, amigo del rector y con quién yo también la llevo bien”. El asesor me objetó: “también lo vamos a invitar, pero el rector te prefiere a ti, y no al Lic. Espada”.
Como suele suceder, me ofrecieron toda clase de facilidades y apoyos, y las presiones de amistad se multiplicaron. Una vez que lo consulté con mi esposa, acepté, sabiendo que el cargo tenía un límite específico de tiempo, y que semana a semana viajaría para estar en Torreón el mayor tiempo posible.
Pero de haber sabido lo que me esperaba, lo más probable es que no habría aceptado esa candidatura para la dirección sindical.
Mi experiencia en la política sindical, como después lo pude comprobar, era casi de preprimaria. No imaginaba lo que es el poder, cómo se ejerce y lo tóxico que puede resultar.
Para empezar, se me multiplicaron las amistades, las peticiones de trabajo, solicitudes de incrementos de horas académicas, préstamos, etc., Eso era el pan de todos los días, como pedirle a Dios. No estaba acostumbrado a mentir, y por supuesto no querían escuchar verdades. Eso era para mí una permanente angustia. Me di cuenta que no tenía madera para político. Cada día que pasaba en mi cargo, era uno menos que me acercaba a la liberación, a volver a mi normalidad.
El doble lenguaje, las lisonjas públicas, las “puñaladas” por la espalda, las traiciones de quienes menos lo esperas, la ausencia de principios y valores y una realidad de soberbia, prepotencia y desprecio, era el día a día. Recibí un curso intensivo de cómo es el monstruo del poder en sus entrañas. No imaginaba que el sistema político, el gobernador, tenía un poder que podía avasallar, pues los servidores públicos, en realidad no lo eran, casi todos eran serviles instrumentos a su voluntad. Aun así, había límites, había reglas, pero no las que dictan las leyes, sino aquellas que la convivencia política exige, pues si las violas, puedes perder el poder. Así, el folklórico Óscar, “el malo”, cayó no por corrupto o maldad, sino porque no respetó las reglas no escritas de la política, como la ostentación estulta del poder, como arrojar al aire billetes a un grupo periodistas para que se los disputaran en plena calle, a las puertas del Congreso en la ciudad de México, con el escándalo mediático que eso provocó.
En el curso de la gestión sindical en que participé, me correspondió una revisión contractual. De acuerdo con la ley laboral, cuando una empresa tiene pactado con el sindicato de sus trabajadores un contrato colectivo, éste puede ser revisado año con año, en forma alternativa, es decir, en una ocasión sólo se ocupan de revisiones salariales, y al siguiente se pueden discutir, además de las salariales, otras cláusulas como las relacionadas con nuevas plazas, o asuntos de apoyo de vivienda, becas, capacitación, etc., y por eso se les llama revisiones contractuales.El procedimiento, en forma breve, consiste en que un mes o dos antes de la fecha en que termina la vigencia de la revisión anterior, el sindicato, a través de la autoridad laboral, emplaza al patrón a discutir y aprobar la renovación y en caso de no llegar a un acuerdo al vencimiento, se “estalla” la huelga. El término “estalla” es del léxico laboral y obviamente es un término enfermizo, pero muy ilustrativo, pues coloca las relaciones entre patrón y trabajadores en un rompimiento violento, donde el sindicato, conforme a la ley, impide que la empresa siga trabajando y produciendo. En nuestro relato, la universidad y el sindicato tenían un largo historial en que no se había necesitado estallar huelga; antes de la fecha, unos días o en el último minuto, se firmaba el nuevo acuerdo, o bien, se ampliaba la fecha del estallamiento por días o meses a fin de llegar a un acuerdo.
Es obvio que, para ambas partes, solucionar las demandas laborales era uno de los puntos torales de las relaciones entre universidad y sindicato.
Para la dirigencia sindical la revisión tenía implicaciones al interior, pues la agitación político-sindical propiciaba que trabajadores en forma aislada, pero más comúnmente en forma organizada, propusieran bases de discusión muy ambiciosas, por ejemplo, si los aumentos salariales acordados en otras instituciones educativas similares eran del 6% o el 7%, de incremento, ellos querían el 100%. El fin de esta desproporcional demanda era aprovechar la situación y presionar para una mejor negociación. Para ciertos grupos de trabajadores, lo oculto en esta demanda era que no se pudiera cumplir, y así responsabilizar a la dirigencia sindical de incapaz o “vendida”. Posteriormente, la situación se capitalizaba al grado de demandar su destitución y hacerse del poder sindical. En nuestro caso, eso fue lo que sucedió.
La dura realidad que nos tocó sortear era que los salarios de los trabajadores de la UAC estaban catalogados como unos de los más bajos en el contexto universitario del país; sin embargo, para 1982, año en que se llevó a cabo nuestra revisión contractual, una coyuntura favorable se presentó y constituyó un reclamó del grupo de trabajadores que quería el poder sindical.
En ese tiempo, los tecnológicos que dependían de la SEP, manejaban un tabulador diferenciado en la cuestión salarial, que consistía, en términos generales, en que cada categoría (intendentes, secretarios, administrativos, académicos, etc.) tenía tres niveles: A, B y C), y en esos niveles, a su vez, tres escalas de sueldos. Para esas fechas los Tecnológicos habían obtenido incrementos en sus salarios.
En la UAC no existía esa forma de tabulador. Había uno para cada categoría, y para esas fechas, la cantidad, en general, era de entre un 50% a un 70% inferior al más bajo de su correspondiente puesto en las categorías del Tecnológico.
En ese tiempo, una ventaja que el sindicato de la UAC había tenido era la llamada “cláusula de automaticidad”, que consistía en que el porcentaje que el Estado de Coahuila otorgaba al magisterio estatal, también era recibido automáticamente por los trabajadores de la UAC. Ventaja porque ya no era necesario discutir el aumento, éste ya estaba logrado. Desventaja porque estábamos a merced del poder estatal, pues la sección del SNTE, a nivel estatal, nunca había estallado una huelga al gobierno y sus dirigentes estaban afiliados al PRI, en manos del gobernador … y ya pueden suponer lo demás.
En ese contexto se presentó la revisión contractual y, al acercarse la fecha de las pláticas entre UAC y sindicato, propusimos, en pláticas con el asesor y operador político del rector, que la cláusula de automaticidad ya no la fuera con respecto a la sección sindical estatal del SNTE, sino con las condiciones del contrato colectivo de los Institutos Tecnológicos de la SEP (de nivel federal), porque así los trabajadores de la UAC elevarían sus condiciones económicas y de otros asectos, que era lo mejor para los trabajadores.
El asesor y operador político me dijo:
“La idea es buena, pero el asunto de mejorar a la clase trabajadora no es lo que le va a llamar la atención al rector. Lo que al rector le interesa es que lo que se haga le reditué en capital político. Lo que debes proponerle, es que al adoptar la cláusula de automaticidad con los Tecnológicos podría escapar de la esfera del control del gobernador, pues el sindicato de la UAC ya no tendría que depender del arreglo entre el ‘gobe’ y el Sindicato Estatal de la Educación que él controla. Además, es muy importante que le quites al grupo opositar del sindicato esa bandera: el sindicato se fortalecerá políticamente y logrará su independencia, pues el ‘gobe’ apoya, tras bambalinas, a ese grupo opositor.
Después de haberse pospuesto el estallamiento de la huelga por unos dos o tres meses, y para aquietar las “aguas” políticas, el rector me llamó a discutir las peticiones sindicales a sus oficinas. Me sorprendió que la indicación de la invitación fuera para sólo para mí, no para el Comité Sindical.
Acudí a sus oficinas y me recibió en la sala adjunta. Él con su equipo: secretario general, oficial mayor, encargado de finanzas, y dos o tres funcionarios más; del sindicato, yo y mi alma.
Propuse la automaticidad con tabuladores del Tecnológico, lo que representaba, en general, entre un 70% al 100% de aumento salarial. Agregué de mi cosecha, conservar la automaticidad con el Sindicato del Estado, lo que más conviniera a los trabajadores en revisiones futuras.
La plática a ratos se volvía ríspida porque el rector argumentaba que la UAC no estaba en posibilidad de otorgar el límite mínimo de los tabuladores de los Tecnológicos, sino una cifra menor, pues tenía que prever las futuras contingencias de gastos, y eso requería de un “colchón”. Sin embargo, lo que representó un punto de mayor divergencia lo fue la demanda del sindicato de contar con dos cláusulas de automaticidad: con Tecnológicos y con el Sindicato Estatal de Coahuila.
Después de horas, cansados del debate, de analizar finanzas de la UAC, y ante mi empecinamiento de igualar a los trabajadores de la UAC con los Tecnológicos y conservar la que teníamos, es decir, con las dos cláusulas de automaticidad, el rector, sorprendentemente, explotó y me espetó: “De haber sabido, hubiera preferido discutir con Xicoténcatl” (o sea, con su enemigo declarado).
Se hizo un silencio total. Acusé en mi rostro la afrenta. Me quedé callado. Supongo que el rector percibió que se había extralimitado.
El rector se puso de pie, y dirigiéndose a su privado, dijo: “Sigan discutiendo, me avisan si me necesitan”.
Ese día se había convertido en uno de los más difíciles de mi vida.
Permanecí callado. Algunos funcionarios del rector, con tacto, sin aludir al incidente, empezaron a retomar argumentos ya expuestos en torno a las propuestas. De mi parte, ni los escuchaba: mi cabeza era un torbellino de ideas, sentía que el engranaje cerebral rechinaba como pocas veces en la vida. ¿Qué hacer? “Serénate”, me dije a mí mismo, “este asunto no es personal, detrás de ti están los trabajadores, encuentra una solución”. Me sonreí para mis adentros. ¡Bonito consejo, mejor dame una respuesta! De repente, -eureka- interrumpí la perorata del oficial mayor, y le dije: -Quiero hablar con el rector.
Los presentes callaron, el secretario general de la UAC me miró y me dijo: “Espérame”. Se paró y pasó a la oficina del rector, y a poco salió: “Me dice el Rector que pases”.
Entré a la oficina, el rector callaba. Ni él ni yo hablamos de lo ocurrido. Tomé la palabra: - “Tengo una propuesta. El problema de la rectoría es contar con un respaldo económico para contingencias futuras. Por lo que escuché, el monto de ese “colchón”, como usted lo llama, se puede conseguir si la UAC no paga las diferencias salariales que debe cubrir como pago retroactivo a cada trabajador por los dos meses que han trascurrido desde que debió firmarse el convenio contractual. Ese monto es equivalente al “colchón”. A cambio, la UAC nos concede la automaticidad con los Tecnológicos de la SEP, y coloca a todos los trabajadores al nivel “A” de cada categoría, con pago total”.
“Agregué. Creo poder convencer a los trabajadores de que sacrifiquen el retroactivo. Usted, gana, y los trabajadores ganan”.
Si lograba conseguir esa propuesta, ya no tendríamos que luchar para llegar al nivel A, sino que en la próxima revisión salarial la lucha sería para que los trabajadores ascendieran a los otros niveles, B o C, con mejores sueldos. De conservar la automaticidad con el SNTE ya no se habló.
El rector me miró, y de inmediato sonrió y exclamó: “Qué buena solución, te felicito”, y de inmediato volvió a la sala de juntas y su equipo se puso a trabajar sobre lo acordado en los detalles.
El acuerdo resultó también no sólo un éxito económico salarial, sino que privó de argumentos a la disidencia, que tuvo que guardar “armas” para el futuro.
El rector estaba de plácemes, y en privado me dijo: “Ya pusimos el huevo, ahora corresponde cacarearlo”.
En los días siguientes ya estábamos firmando la renovación del contrato colectivo, y que yo sepa, han transcurrido casi 40 años y los trabajadores nunca han recibido, en una revisión contractual, un aumento salarial de esa magnitud. Por cierto, en las asambleas que se llevaron a cabo en cada centro o escuela de la UAC, para informar de ese histórico logro, nunca se mencionó que no habría pago salarial del retroactivo. ¡Nadie protestó!
Ese día difícil, después de todo, terminó bien. Puedo decir que Dios escucho mis ruegos.
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