"Papelitos hablan" (Parte 1)
PARTE I: MAESTRÍA
Desde luego que siempre he pensado que el conocimiento es preferible a
las buenas calificaciones; sin embargo, en la vida real el “papelito”,
tradúzcase en diploma, medalla, mención honorífica y sobre todo un título, en
el mundo laboral y socialmente es la carta de presentación.
Por otra parte, si cuentas con el título, pero desperdiciaste el tiempo de estudio, si no te preparaste o te capacitaste lo mejor posible para afrontar los problemas de la vida profesional, el título no será suficiente para sobrevivir en un mundo de competencias y serás desplazado.
Constantemente presenciamos a profesionistas o especialistas que buscan escalar puestos a base de servilismos o intriga, y les funciona, y así, pasan a integrar el grupo de la llamada kakistocracia, pero tarde o temprano quedan desnudos ante los ojos de la comunidad.
Hace unos 30 años, las universidades privadas empezaron a exigir que sus catedráticos debían contar con título que acreditara un nivel profesional superior al de licenciatura en el que impartían clases, es decir, con maestría o doctorado.
En ese tenor, quien inició con esa exigencia académica fue el Tecnológico de Monterrey en la Comarca Lagunera, al poco tiempo se sumó la Universidad Iberoamericana, Plantel Torreón, y después otras más.
Con el fin de alcanzar esa meta, la Ibero Torreón, promovió la maestría en Derecho, por investigación, en curso abierto, es decir, no escolarizado, y convocó a todos los catedráticos de la licenciatura en Derecho a inscribirse en ese curso, que además sería gratuito.
Desde los años setenta, aspiraba a cursar una maestría en Derecho, pero éstas generalmente se impartían en la Ciudad de México, Monterrey, o Guadalajara en cursos escolarizados, y eso no estaba a mi alcance. Al enterarme de la promoción de cursar esa maestría, en el año de 1991, me dije: “este avión no me lo pierdo”.
En la primera reunión nos dieron a conocer los requisitos de este curso: realizar la investigación sobre un tema de alguna rama del derecho, a elección del aspirante; presentar un proyecto (protocolo) a desarrollar en 4 semestres; elegir un director o asesor del proyecto con grado de doctor en Derecho; presentar avances cada semestre y al concluir el cuarto periodo, sustentar examen profesional ante tres sinodales con grado de doctor, previa aprobación de la tesis, para así obtener el grado.
Al principio éramos alrededor de 37 candidatos. Al concluir el primer semestre quedábamos alrededor de una veintena. Para el cuarto semestre, sólo ocho habíamos concluido la investigación, y de este paso en adelante, durante los años siguientes los mismos ocho presentamos el examen y obtuvimos el grado de maestría.
Fue a principios de la década de los noventa en que se difundió en México el conocimiento de la “Teoría finalista de la acción”, que había sido expuesta en 1930 por el eminente penalista germano Hans Welzel, quien sostenía puntos de vista muy distintos a la “teoría causalista de la acción”, propuesta inicialmente por otro especialista alemán, Franz Von Liszt, desde fines del siglo XIX.
En nuestro país, hasta 1990, casi todas las universidades del país, incluso la prestigiada UNAM, se exponía únicamente la teoría causalista.
El trabajo de investigación que me propuse desarrollar en el curso de maestría se refirió precisamente a contrastar, una y otra teoría, inclinándome definitivamente por la finalista.
Elegí, como director de tesis, a un penalista de origen español (sevillano) radicado en México, Rafael Márquez Piñero, quien era catedrático de la Universidad Panamericana en la Ciudad de México. Al maestro Márquez lo había conocido por esas fechas con motivo de un diplomado organizado por la Ibero Torreón, y del que fui coordinador. Tuve ocasión de atenderlo a él y a su esposa, con la hospitalidad que caracteriza a los laguneros.
Así, durante dos años, cada seis meses me trasladaba a la ciudad de México, y me entrevistaba con el maestro Márquez y le llevaba avances de la investigación. Al efecto, en mis viajes “relámpago” a la ciudad de México, usualmente íbamos a comer y platicábamos de muchos tópicos, así me enteré de su arraigada afición por la fiesta de los toros.
Para mi fortuna, en cada visita a México, el Dr. Márquez Piñero me entregó las constancias de los avances semestrales de la tesis, con las cuales fui aprobado. Sin embargo, puedo decir, en honor a la verdad, que aparte de la cordialidad de nuestros encuentros, no encontré en él ninguna orientación. Su labor como director del trabajo la puedo calificar de inexistente, salvo algunas referencias vagas sobre cuestiones metodológicas o de planteamientos teóricos, en los que nunca abundó o precisó, a pesar de que insistía en obtener más información.
Concluí el trabajo y de inmediato procedí a solicitar el examen profesional, el que debía de presentarse en la ciudad de México, pues la maestría la ofrecía el Plantel Ibero México, por conducto de Ibero Torreón.
Aproveche unos días en que pude desprenderme de mis ocupaciones profesionales en Torreón, y los dedique a cumplir los trámites administrativos en las instalaciones de la Ibero en la ciudad de México, a fin de poder acceder al examen profesional. Así, tuve que obtener una constancia de “no adeudos” de libros de su biblioteca (que no conocía); constancia de aprobación de cada semestre de la investigación; pagar derechos de examen, que no se incluían en la gratuidad del curso; obtener el visto bueno de cada uno de los sinodales del examen profesional, etc. Afortunadamente, un catedrático de la Ibero México que laboraba en el área de Derecho me facilitó las cosas. Me amanecía en la Ibero en Santa Fe (en el otro extremo del D.F.) hasta que anochecía, brincando de oficina en oficina. Por fin logré que se fijará el día del examen: 6 de mayo de 1994.
Ignoro porqué, pero quién me puso más trabas fue mi director de tesis, el maestro Márquez. Ninguna fecha le acomodaba, así que tuve que elegir, y fue él, quien siendo sinodal titular no acudió al examen, y fue sustituido por el profesor que me ayudó con los trámites administrativos.
El día del examen, dos maestros de Derecho Penal de la UNAM, el Doctor Ricardo Franco Guzmán, quien había sido mi director de tesis de licenciatura en Derecho en la UNAM, y con quién empecé a trabajar como abogado en su despacho, y el Dr. Gustavo Malo Camacho, destacado penalista y magistrado del Tribunal Superior de Justicia del D.F., así como el maestro sinodal substituto, que no era penalista, me interrogaron. De todo el proceso, sólo perdura en mi memoria una pregunta que me formuló mi maestro Franco Guzmán: “Octavio: hace años, cuando te recibiste de abogado, opinabas que la preterintencionalidad era la tercera especie de la culpabilidad, ¿qué piensas ahora? Reflexioné y contesté: “Ya cambié de opinión. Agregué, “dicen que es de sabios cambiar de opinión”. Se río, y me felicitó. Aprobé. Obtuve mi “papelito”.
Ese día por la noche, concluido el examen, mi esposa, hijos, cuñados, sobrinos y algunos amigos celebramos en un restaurante el logro obtenido. Nuestro anfitrión en ese lugar fue mi sobrino Arturo, chef de ese lugar. Velada inolvidable, donde además mi esposa y yo celebramos en esa fecha nuestros respectivos cumpleaños. Dejamos bien parados a los horóscopos, pues siendo los dos del signo Tauro, no chocamos. Nos complementamos para iniciar el pie de una ganadería exitosa.
Mi trabajo de investigación lo llevé a la Editorial Porrúa, y en ese mismo año, 1994, se publicó la primera edición, y a la fecha, 2020, lleva 23 ediciones. Como decía mi esposa: “este hijo tuyo, es ‘best seller’. Yo la corregía, “ese hijo, es nuestro”.
Continuará la próxima semana con la segunda parte de esta entrada: "Doctorado"
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