Educación
La educación como expresión social está en continuo cambio. A veces lento, en otras, acelerado, tal y como sucede en cada comunidad. A veces es difícil percibir los diversos derroteros que toma, y para agravar las cosas, no es uniforme. En su variante individual, no avanza de la misma manera, así que unos son reacios a nuevas expresiones, ideas, acciones, y otros, en el péndulo opuesto, quieren cambiar todo. La mayoría lo hace paso a paso.
No estoy seguro, pero me parece recordar que a mi generación, la que vivió su juventud en la década de los años cincuenta, fue calificada por Monsiváis como la “generación perdida”, refiriéndose a que en ella dominaba un conformismo casi fatalista. Fuimos ducados para “obedecer y callar”, como en los tiempos de la Colonia.
Los mediocres y los ambiciosos resultaron más astutos que aquellos que anteponían intereses personales por los colectivos. No es casualidad que los Lucio Blanco, los Emiliano Zapata, los Lázaro Cárdenas y otros más, fueron asesinados, condenados al ostracismo o marginados, y en cambio, prosperaron aquellos que se dedicaron a amasar riquezas y poder. No es casualidad que el PRI naciera a fines de la década de los años veinte, ni que personajes como Miguel Alemán Valdés, se dedicaran a toda clase de negocios, al grado de que éste fue considerado, al fin de su sexenio, como uno de los hombres más ricos del mundo. No es casualidad que Carlos Fuentes retratara en La Muerte de Artemio Cruz, de forma magistral, ese proceso de degradación de un revolucionario, en un escenario de galopante corrupción social.
Sin embargo, en esa época, una buena parte de las clases media y baja, o lo que se entendía por éstas, no protestaba mayormente por la implantación del sistema político que fue calificado de “dictadura perfecta”, con reyes sexenales y elecciones de “carro completo”.
Eso nos tocó vivir en la década de los años cincuenta.
Debo hablar por mí, pero puede que al hacerlo lo haga por otros. De niño pertenecí a la clase media-baja, entendiendo que había las clases media-media y media-alta. O sea, un escalón, más arriba que la baja-alta. Mi padre fue un obrero calificado.
Cabe aclarar que en Acámbaro, Guanajuato, la pequeña ciudad provinciana en que discurría la vida de mi familia, las clases no estaban tan marcadas en su diferencia, como lo están a la fecha. De niño estudié en un colegio particular al que asistían hijos de personas de la clase alta, cuyos padres eran profesionistas o dueños de comercios, de ranchos ganaderos o agrícolas.
En esa época, la educación formal -la escuela- y la informal -el hogar- eran notablemente autoritarios y estaban en sintonía: si un maestro utilizaba la regla de madera o metálica con un alumno para frenar su real o supuesta rebeldía, no era mal visto; si la “víctima” acudía con sus padres, éstos respaldaban al maestro, y en ocasiones hasta aplicaban más castigos.
Cuando alguna persona “decente” visitaba el hogar, el niño debía saludar educadamente y retirarse a otro lugar, dejando a los mayores en su reunión para no importunarlos. Era imposible rechazar algo que te servían en la comida: “te lo comes, te lo cenas o te lo desayunas, pero te lo comes”. Si te disfrazaban de “marinero”, de “charro”, de “frac”, a tu corta edad, no podías protestar. Usabas pantalón corto hasta que tenías 6 o 7 años. Derechos, ¿cuáles?, eso no existía, sólo obligaciones. Era clásica la expresión: “lo haces porque yo mando”: no había probabilidad de argumentar, alegar, u oponerse. Si pedías permiso (eso era para prácticamente todo) la madre podía aceptar, pero si dudaba o quería negara la autorización, decía: “ve con tu padre, que él decida”.
La vida estable se encontraba reglamentada rígidamente: a las 7:00 era la hora de levantarse, a las 8:00 de acostarse. No había televisión (esa no la habían inventado). Supongo que en algunos hogares eso era más rígido y en otros menos. Mis hermanos y yo siempre fuimos aplicados en el estudio y teníamos buenas calificaciones. Por ello, algunas lenguas “de doble filo” decían que en nuestro hogar nos encadenaban a un escritorio obligándonos a estudiar.
De niño, no me percaté de la clase económica a la que pertenecía, por ejemplo, durante casi toda mi infancia y buena parte de mi adolescencia no vivimos en casa propia: nos cambiamos alrededor de 4 o 5 veces, hasta que mi madre heredó una casona vieja con muros gruesos de adobe, de techos altísimos (yo decía que al despertarme mi vista tardaba 8 minutos en llegar al techo, o sea, la distancia de la tierra al sol). Tampoco tuvimos automóvil -sólo los “ricos” tenían- pero en un pueblo de calles empedradas, que se recorría en veinte minutos en sus extremos más lejanos, donde por años no contamos con carreteras pavimentadas, y al “exterior” se viajaba por ferrocarril en la empresa nacional en la que mi padre trabajaba como maquinista de camino, la ausencia de ese medio de transporte, en cierto modo, era un factor de igualdad.
Cuando concluí la secundaria, mi padre se jubiló de los Ferrocarriles. Para entonces había alcanzado los 65 años y su sueldo disminuyó drásticamente casi 2/3 partes. Eso podía haber alterado mi futuro, pero al poco tiempo me marché a la UNAM y me inscribí en Derecho. Mis padres no tenían medios para costear mis estudios, estancia y manutención, pero pude estudiar porque la inscripción y colegiatura de la universidad era mínima, y conseguí casa y alimentos en el Pentatlón. Realmente sin esos apoyos, herencia de la Revolución, hubiera sido casi imposible estudiar una carrera. Hay que reconocer que en ese entonces había posibilidades de escalar en la pirámide social y económica, pero aun así, lograr un título profesional daba por resultado convertirse en un miembro de una exclusiva capa social, pues en México, el porcentaje de personas con nivel universitario difícilmente alcanzaba el 5% o el 10% de toda la población.
Supongo que mis padres se preocuparon porque la posibilidad de que me fuera a “extraviar” en una ciudad de “tentaciones”, pues con una educación como la recibida, no era para “soltar todas las amarras”. Eso no sucedió, supongo que la educación moral fue y es hasta la fecha, muy fuerte, o tal vez porque con la falta de dinero no podía ni pensar en desviar “el buen camino”.
Las clases en la Facultad de Derecho se impartían en salones con capacidad para unos cien o un poco más de alumnos. Los catedráticos eran eso, impartían conferencias, no eran en realidad maestros, la mayoría ni conocía de pedagogía: llegaban, exponían el tema, contestaban unas pocas preguntas y los alumnos captaban lo que podían. Había libros de texto y el maestro se limitaba a señalar el capítulo donde aparecía más información. El asunto era, aprende el que quiere, estudia el que se empeña. Casi el 90% de los catedráticos exponía la clase sentado detrás de su escritorio, pocos usaban el pizarrón.
Era una educación verbalista. Para el examen se estilaba que el alumno sacara de un ánfora dos pequeñas esferas de madera que tenían un número: éste se refería al tema o al capítulo del libro de texto y el alumno lo desarrollaba según lo indicaran los dos sinodales que presidían el examen.
En la facultad de Derecho ya existía la corrupción: ésta no la heredamos de nuestro pasado indígena, llegó con los españoles. Valga decir que, desde Cortés que estudió para abogado, la corrupción, como la peste de la viruela que diezmó a los aztecas, pasó a ser una práctica que aprendimos de los conquistadores. Ello viene a cuento porque me enteré que algunos alumnos de la facultad, sobornaban al empleado de la administración que llevaba el ánfora y las esferas al salón de clases el día del examen, y una o varias -según la “ley de la oferta y la demanda”- quedaban en manos de avispados escolapios que, al ser llamados de acuerdo al orden de apellido en la lista de alumnos, al manipular el ánfora, exhibían al maestro una de las esferas que en “suerte” les había tocado. Los sinodales, que yo sepa, nunca revisaban que el ánfora tuviera completa la cantidad de esferas requeridas. Puedo relatar más trucos similares, pero no es mi deseo profundizar en este abominable asunto del que no formé parte por convicción. Mi asunto era estudiar: sabía que en el futuro real no tenía padrinos, ni dinero, así que, o me preparaba bien, o el fracaso económico sería una consecuencia lógica.
Un maestro, Juez de Distrito, que ejercía en Puebla y viajaba a México a impartirnos cátedra de Derecho Civil I en el primer año de la carrera, se presentó varios días después de haberse iniciado el curso y después de abordar un tema introductorio, pasaron dos o tres meses para que volviera.
Cuando regresó, repasó el tema introductorio, y nuevamente pasaron meses para su regreso. Así sucedió por tercera ocasión. No pasamos de la primera ficha del temario que era como de 45 tópicos.
Sin embargo, el día del examen había que saber de todos los temas, y el maestro tenía a su lado a un experto civilista de bien ganada fama al que le apodaban “La Leona”. De los primeros 25 alumnos, pasaron 2. De otros 120, no llegaran a 20 los que aprobaron. Al paso de los años, reflexioné, fue extraño que durante el año lectivo nunca hubo ni siquiera un conato de protesta, no hubo un grupo organizado que fuera a quejarse porque el maestro no asistía. Nada. Nuestra obligación “era callar y obedecer”. Ahora, supongo, si eso sucediera, las alternativas serían desfavorables para el catedrático: tendría que rectificar su conducta ausentista o terminaría expulsado, renunciado o dado de baja.
Una buena parte de los catedráticos de la facultad eran profesionistas de fama, y varios de ellos también lo eran de la Escuela Libre de Derecho, que era de paga, sólo al alcance de hijos de familias con dinero. Los de la “Libre” nos veían a los de la UNAM como “Dios ve a las liebres: chiquitas y orejonas”. A pesar de ello, muchos hijos de gente acomodada estudiaban en la UNAM porque, hasta la fecha, esta institución tiene prestigio nacional e internacional. Pero ser “hijo” de esa “Alma Mater” no aseguraba calidad: ésta dependía de cada uno. Un buen número de abogados, no sólo eran ignorantes, sino verdaderos hampones, profesionales con “patente de corzo”, por eso prevalecía esa fama bien ganada de los licenciados, como una especie de plaga bíblica.
Uno de los terrenos más propicios para el tráfico de influencias, la corrupción y la impunidad, es sin duda el de la justicia, de ahí que el vulgo deteste a los abogados y a los políticos (quienes en muchas ocasiones son también abogados), porque además de obtener lo que la justicia les debe negar, los premia con la impunidad. No pongo ejemplos, porque no alcanzaría el directorio telefónico para ello.
Lo que “natura no da, Salamanca no lo presta”, viejo adagio que da a entender que si la persona no tiene vocación, talento, responsabilidad u honorabilidad, la universidad no se lo va a proporcionar.
Esto nos lleva a la conclusión de que la verdadera y más importante de las enseñanzas, es la que educa, no sólo la que instruye. Así que el profesionista puede estar muy bien preparado en el campo de su especialidad, pero si su meta primordial es hacer fortuna, la generosidad u honorabilidad pasan a ser innecesarias. Estaremos así ante una persona instruida, pero no educada, caracterizada por sus prejuicios sociales, el racismo, y lacras similares.
En la balanza final, en el último examen donde no caben trucos, mentiras o falacias, aprobaremos o reprobaremos si fuimos o no capaces de ser ejemplo para los que nos rodean. Como lo prescribe “El Libro de los Muertos”, en el balance arrojaremos números negros o rojos. En ese momento no caben arrepentimientos, remordimientos, perdón, u olvido, el resultado será unívoco: o pasas o repruebas… y ni Dios te va a salvar.
No lo olvides.
P.D. Agradeceré sus comentarios, favorables o no: todo contribuye a disipar la bruma de este encierro viral, al que debemos combatir con las armas que nos proporciona los recursos virtuales.
No estoy seguro, pero me parece recordar que a mi generación, la que vivió su juventud en la década de los años cincuenta, fue calificada por Monsiváis como la “generación perdida”, refiriéndose a que en ella dominaba un conformismo casi fatalista. Fuimos ducados para “obedecer y callar”, como en los tiempos de la Colonia.
Los mediocres y los ambiciosos resultaron más astutos que aquellos que anteponían intereses personales por los colectivos. No es casualidad que los Lucio Blanco, los Emiliano Zapata, los Lázaro Cárdenas y otros más, fueron asesinados, condenados al ostracismo o marginados, y en cambio, prosperaron aquellos que se dedicaron a amasar riquezas y poder. No es casualidad que el PRI naciera a fines de la década de los años veinte, ni que personajes como Miguel Alemán Valdés, se dedicaran a toda clase de negocios, al grado de que éste fue considerado, al fin de su sexenio, como uno de los hombres más ricos del mundo. No es casualidad que Carlos Fuentes retratara en La Muerte de Artemio Cruz, de forma magistral, ese proceso de degradación de un revolucionario, en un escenario de galopante corrupción social.
Sin embargo, en esa época, una buena parte de las clases media y baja, o lo que se entendía por éstas, no protestaba mayormente por la implantación del sistema político que fue calificado de “dictadura perfecta”, con reyes sexenales y elecciones de “carro completo”.
Eso nos tocó vivir en la década de los años cincuenta.
Debo hablar por mí, pero puede que al hacerlo lo haga por otros. De niño pertenecí a la clase media-baja, entendiendo que había las clases media-media y media-alta. O sea, un escalón, más arriba que la baja-alta. Mi padre fue un obrero calificado.
Cabe aclarar que en Acámbaro, Guanajuato, la pequeña ciudad provinciana en que discurría la vida de mi familia, las clases no estaban tan marcadas en su diferencia, como lo están a la fecha. De niño estudié en un colegio particular al que asistían hijos de personas de la clase alta, cuyos padres eran profesionistas o dueños de comercios, de ranchos ganaderos o agrícolas.
En esa época, la educación formal -la escuela- y la informal -el hogar- eran notablemente autoritarios y estaban en sintonía: si un maestro utilizaba la regla de madera o metálica con un alumno para frenar su real o supuesta rebeldía, no era mal visto; si la “víctima” acudía con sus padres, éstos respaldaban al maestro, y en ocasiones hasta aplicaban más castigos.
Cuando alguna persona “decente” visitaba el hogar, el niño debía saludar educadamente y retirarse a otro lugar, dejando a los mayores en su reunión para no importunarlos. Era imposible rechazar algo que te servían en la comida: “te lo comes, te lo cenas o te lo desayunas, pero te lo comes”. Si te disfrazaban de “marinero”, de “charro”, de “frac”, a tu corta edad, no podías protestar. Usabas pantalón corto hasta que tenías 6 o 7 años. Derechos, ¿cuáles?, eso no existía, sólo obligaciones. Era clásica la expresión: “lo haces porque yo mando”: no había probabilidad de argumentar, alegar, u oponerse. Si pedías permiso (eso era para prácticamente todo) la madre podía aceptar, pero si dudaba o quería negara la autorización, decía: “ve con tu padre, que él decida”.
La vida estable se encontraba reglamentada rígidamente: a las 7:00 era la hora de levantarse, a las 8:00 de acostarse. No había televisión (esa no la habían inventado). Supongo que en algunos hogares eso era más rígido y en otros menos. Mis hermanos y yo siempre fuimos aplicados en el estudio y teníamos buenas calificaciones. Por ello, algunas lenguas “de doble filo” decían que en nuestro hogar nos encadenaban a un escritorio obligándonos a estudiar.
De niño, no me percaté de la clase económica a la que pertenecía, por ejemplo, durante casi toda mi infancia y buena parte de mi adolescencia no vivimos en casa propia: nos cambiamos alrededor de 4 o 5 veces, hasta que mi madre heredó una casona vieja con muros gruesos de adobe, de techos altísimos (yo decía que al despertarme mi vista tardaba 8 minutos en llegar al techo, o sea, la distancia de la tierra al sol). Tampoco tuvimos automóvil -sólo los “ricos” tenían- pero en un pueblo de calles empedradas, que se recorría en veinte minutos en sus extremos más lejanos, donde por años no contamos con carreteras pavimentadas, y al “exterior” se viajaba por ferrocarril en la empresa nacional en la que mi padre trabajaba como maquinista de camino, la ausencia de ese medio de transporte, en cierto modo, era un factor de igualdad.
Cuando concluí la secundaria, mi padre se jubiló de los Ferrocarriles. Para entonces había alcanzado los 65 años y su sueldo disminuyó drásticamente casi 2/3 partes. Eso podía haber alterado mi futuro, pero al poco tiempo me marché a la UNAM y me inscribí en Derecho. Mis padres no tenían medios para costear mis estudios, estancia y manutención, pero pude estudiar porque la inscripción y colegiatura de la universidad era mínima, y conseguí casa y alimentos en el Pentatlón. Realmente sin esos apoyos, herencia de la Revolución, hubiera sido casi imposible estudiar una carrera. Hay que reconocer que en ese entonces había posibilidades de escalar en la pirámide social y económica, pero aun así, lograr un título profesional daba por resultado convertirse en un miembro de una exclusiva capa social, pues en México, el porcentaje de personas con nivel universitario difícilmente alcanzaba el 5% o el 10% de toda la población.
Supongo que mis padres se preocuparon porque la posibilidad de que me fuera a “extraviar” en una ciudad de “tentaciones”, pues con una educación como la recibida, no era para “soltar todas las amarras”. Eso no sucedió, supongo que la educación moral fue y es hasta la fecha, muy fuerte, o tal vez porque con la falta de dinero no podía ni pensar en desviar “el buen camino”.
Las clases en la Facultad de Derecho se impartían en salones con capacidad para unos cien o un poco más de alumnos. Los catedráticos eran eso, impartían conferencias, no eran en realidad maestros, la mayoría ni conocía de pedagogía: llegaban, exponían el tema, contestaban unas pocas preguntas y los alumnos captaban lo que podían. Había libros de texto y el maestro se limitaba a señalar el capítulo donde aparecía más información. El asunto era, aprende el que quiere, estudia el que se empeña. Casi el 90% de los catedráticos exponía la clase sentado detrás de su escritorio, pocos usaban el pizarrón.
Era una educación verbalista. Para el examen se estilaba que el alumno sacara de un ánfora dos pequeñas esferas de madera que tenían un número: éste se refería al tema o al capítulo del libro de texto y el alumno lo desarrollaba según lo indicaran los dos sinodales que presidían el examen.
En la facultad de Derecho ya existía la corrupción: ésta no la heredamos de nuestro pasado indígena, llegó con los españoles. Valga decir que, desde Cortés que estudió para abogado, la corrupción, como la peste de la viruela que diezmó a los aztecas, pasó a ser una práctica que aprendimos de los conquistadores. Ello viene a cuento porque me enteré que algunos alumnos de la facultad, sobornaban al empleado de la administración que llevaba el ánfora y las esferas al salón de clases el día del examen, y una o varias -según la “ley de la oferta y la demanda”- quedaban en manos de avispados escolapios que, al ser llamados de acuerdo al orden de apellido en la lista de alumnos, al manipular el ánfora, exhibían al maestro una de las esferas que en “suerte” les había tocado. Los sinodales, que yo sepa, nunca revisaban que el ánfora tuviera completa la cantidad de esferas requeridas. Puedo relatar más trucos similares, pero no es mi deseo profundizar en este abominable asunto del que no formé parte por convicción. Mi asunto era estudiar: sabía que en el futuro real no tenía padrinos, ni dinero, así que, o me preparaba bien, o el fracaso económico sería una consecuencia lógica.
Un maestro, Juez de Distrito, que ejercía en Puebla y viajaba a México a impartirnos cátedra de Derecho Civil I en el primer año de la carrera, se presentó varios días después de haberse iniciado el curso y después de abordar un tema introductorio, pasaron dos o tres meses para que volviera.
Cuando regresó, repasó el tema introductorio, y nuevamente pasaron meses para su regreso. Así sucedió por tercera ocasión. No pasamos de la primera ficha del temario que era como de 45 tópicos.
Sin embargo, el día del examen había que saber de todos los temas, y el maestro tenía a su lado a un experto civilista de bien ganada fama al que le apodaban “La Leona”. De los primeros 25 alumnos, pasaron 2. De otros 120, no llegaran a 20 los que aprobaron. Al paso de los años, reflexioné, fue extraño que durante el año lectivo nunca hubo ni siquiera un conato de protesta, no hubo un grupo organizado que fuera a quejarse porque el maestro no asistía. Nada. Nuestra obligación “era callar y obedecer”. Ahora, supongo, si eso sucediera, las alternativas serían desfavorables para el catedrático: tendría que rectificar su conducta ausentista o terminaría expulsado, renunciado o dado de baja.
Una buena parte de los catedráticos de la facultad eran profesionistas de fama, y varios de ellos también lo eran de la Escuela Libre de Derecho, que era de paga, sólo al alcance de hijos de familias con dinero. Los de la “Libre” nos veían a los de la UNAM como “Dios ve a las liebres: chiquitas y orejonas”. A pesar de ello, muchos hijos de gente acomodada estudiaban en la UNAM porque, hasta la fecha, esta institución tiene prestigio nacional e internacional. Pero ser “hijo” de esa “Alma Mater” no aseguraba calidad: ésta dependía de cada uno. Un buen número de abogados, no sólo eran ignorantes, sino verdaderos hampones, profesionales con “patente de corzo”, por eso prevalecía esa fama bien ganada de los licenciados, como una especie de plaga bíblica.
Uno de los terrenos más propicios para el tráfico de influencias, la corrupción y la impunidad, es sin duda el de la justicia, de ahí que el vulgo deteste a los abogados y a los políticos (quienes en muchas ocasiones son también abogados), porque además de obtener lo que la justicia les debe negar, los premia con la impunidad. No pongo ejemplos, porque no alcanzaría el directorio telefónico para ello.
Lo que “natura no da, Salamanca no lo presta”, viejo adagio que da a entender que si la persona no tiene vocación, talento, responsabilidad u honorabilidad, la universidad no se lo va a proporcionar.
Esto nos lleva a la conclusión de que la verdadera y más importante de las enseñanzas, es la que educa, no sólo la que instruye. Así que el profesionista puede estar muy bien preparado en el campo de su especialidad, pero si su meta primordial es hacer fortuna, la generosidad u honorabilidad pasan a ser innecesarias. Estaremos así ante una persona instruida, pero no educada, caracterizada por sus prejuicios sociales, el racismo, y lacras similares.
En la balanza final, en el último examen donde no caben trucos, mentiras o falacias, aprobaremos o reprobaremos si fuimos o no capaces de ser ejemplo para los que nos rodean. Como lo prescribe “El Libro de los Muertos”, en el balance arrojaremos números negros o rojos. En ese momento no caben arrepentimientos, remordimientos, perdón, u olvido, el resultado será unívoco: o pasas o repruebas… y ni Dios te va a salvar.
No lo olvides.
P.D. Agradeceré sus comentarios, favorables o no: todo contribuye a disipar la bruma de este encierro viral, al que debemos combatir con las armas que nos proporciona los recursos virtuales.
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