Dios mío, apártalos de mi camino
No cabe duda que el pecado de la soberbia ha estado siempre al acecho.
Desde niño, además de mi hiperactividad que hacía que mi madre me comparara con el título de una novela de su tiempo: ¿Por qué corre Samuelillo?, tenía lapsos de quietud y por ellos descubrí los incontables mundos que proporciona la lectura. A los doce años había leído los veinte tomos del Tesoro de la Juventud (salvo el dedicado a la poesía que no me llamó la atención), y desde luego, las incontables novelas de Julio Verne (alrededor de 10, unas poco conocidas), de Emilio Salgari, y al poco de cuatro o cinco años más, novelas de destacados escritores como Ernest Hemingway, A.J. Cronin, Bruno Traven, J. Rubén Romero y otros muchos.
Cuando cursaba la licenciatura, era asiduo visitante de las bibliotecas públicas más importantes de la ciudad de México, y en ella, leía libros a destajo por las hileras de sus estantes. Pensaba: “a mi edad no existe una persona que haya leído de cultura general más que yo”
Dios me tenía reservada una lección para mi presunción. No hubiera esperado un rival de mi imaginario primer lugar de un estudiante de Medicina -suponía que la mayoría de los alumnos de esas carreras poco interés prestaban a la cultura literaria, ocupados en el estudio de una carrera tan demandante. Mi contrincante era Othón Mújica, de fuerte complexión formada en el gimnasio -era fisicoculturista- y de pilón entrenaba futbol americano. Sin embargo, contra mi vanidad, me percaté que no sólo había leído prácticamente todo lo que estuvo a mi alcance, sino más, bastante más. Al conocer nuestra mutua inclinación por la lectura, me miró (seguramente como se mira un insecto) y me espetó: “¿Ya leíste a Honorato de Balzac?” Yo puse una cara de “¿what?”. Agregó “¿No has leído La Mujer de treinta años? No necesitó oír mi negativa. “Léelo, no te arrepentirás”. Con la cola entre las patas, en forma virtual y real, la busqué y la leí, y además Eugenio Grandet y otras. No me arrepentí: todavía en este momento, a más de 60 años, recuerdo algunos pasajes.
Ahí aprendí a pedirle a Dios “aquellos que sean mejores que yo, en la literatura, en el derecho, en el magisterio, en el deporte y en todo en general, apártalos de mi camino”. Lo que demuestra que sigo poseso del pecado de la soberbia, a pesar de que lucho por lograr la virtud de la humildad.
Dios, perdóname y ayúdame a ser humilde, porque cada día estoy más cerca de rendirte cuentas.
Desde niño, además de mi hiperactividad que hacía que mi madre me comparara con el título de una novela de su tiempo: ¿Por qué corre Samuelillo?, tenía lapsos de quietud y por ellos descubrí los incontables mundos que proporciona la lectura. A los doce años había leído los veinte tomos del Tesoro de la Juventud (salvo el dedicado a la poesía que no me llamó la atención), y desde luego, las incontables novelas de Julio Verne (alrededor de 10, unas poco conocidas), de Emilio Salgari, y al poco de cuatro o cinco años más, novelas de destacados escritores como Ernest Hemingway, A.J. Cronin, Bruno Traven, J. Rubén Romero y otros muchos.
Cuando cursaba la licenciatura, era asiduo visitante de las bibliotecas públicas más importantes de la ciudad de México, y en ella, leía libros a destajo por las hileras de sus estantes. Pensaba: “a mi edad no existe una persona que haya leído de cultura general más que yo”
Dios me tenía reservada una lección para mi presunción. No hubiera esperado un rival de mi imaginario primer lugar de un estudiante de Medicina -suponía que la mayoría de los alumnos de esas carreras poco interés prestaban a la cultura literaria, ocupados en el estudio de una carrera tan demandante. Mi contrincante era Othón Mújica, de fuerte complexión formada en el gimnasio -era fisicoculturista- y de pilón entrenaba futbol americano. Sin embargo, contra mi vanidad, me percaté que no sólo había leído prácticamente todo lo que estuvo a mi alcance, sino más, bastante más. Al conocer nuestra mutua inclinación por la lectura, me miró (seguramente como se mira un insecto) y me espetó: “¿Ya leíste a Honorato de Balzac?” Yo puse una cara de “¿what?”. Agregó “¿No has leído La Mujer de treinta años? No necesitó oír mi negativa. “Léelo, no te arrepentirás”. Con la cola entre las patas, en forma virtual y real, la busqué y la leí, y además Eugenio Grandet y otras. No me arrepentí: todavía en este momento, a más de 60 años, recuerdo algunos pasajes.
Ahí aprendí a pedirle a Dios “aquellos que sean mejores que yo, en la literatura, en el derecho, en el magisterio, en el deporte y en todo en general, apártalos de mi camino”. Lo que demuestra que sigo poseso del pecado de la soberbia, a pesar de que lucho por lograr la virtud de la humildad.
Dios, perdóname y ayúdame a ser humilde, porque cada día estoy más cerca de rendirte cuentas.
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