Los eslabones de una cadena interminable

Todos, en realidad todos, somos el resultado de una cadena interminable de los personajes físicos y ficticios que desde la cuna hasta el féretro nos van moldeando, las más de las veces de una forma insensible, y las manos a la manera intencionada.

En esa cadena, en mi vida personal, formo parte de un eslabón que deseo compartir.

Mi madre fue una mujer inteligente y no porque haya sido la que me trajo al mundo, sino porque dio muestras constantes de su intelecto a lo largo de su vida. Ella siempre me insistía: “hijo, sé acomedido, eso te abrirá muchos corazones y puertas en tu vida”. En efecto, levantar basura que no es tuya; auxiliar a quien batalla para guiar sus pasos; cuidar de dejar tendida y limpia tu habitación, sea la propia, o mejor aún, la ajena que te ha servido de reposo; acercar la silla para alguien que la requiere; recoger tus cubiertos, y si es preciso, los que no lo son una vez concluidos los alimentos; y demás interminables detalles, es la herencia que perdura en mí y que he procurado legar a mis vástagos, y de seguro mi madre lo heredó de mi abuela, de la que poco o nada recuerdo pues falleció cuando alcancé apenas un año de edad, y probablemente ese consejo convertido en conducta se remonta a mi bisabuela o a mi tatarabuela, de las que ni siquiera sé su nombre.

Ello me lleva a reflexionar que la preocupación por trascender más allá de la muerte, de que alguien al paso de cien o doscientos años nos recuerde, y se convierta en obsesión, es por un lado un esfuerzo de vanidad, y por otro, desde otro punto de vista, de humildad, vamos a trascender de la manera más inimaginable: nuestros descendientes quizá no conocerán nuestro nombre, pero perduraremos como pequeño eslabón en esa interminable cadena de la vida.

Como colofón de esta breve reflexión, mi madre, ese sólido eslabón, era María Guadalupe Wiarco Rubio, a quien prefería que todos le llamaran Lupita, en la foto con mi hermana la “Guera”.

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