Leonardo Padura
La primera novela que tuve la oportunidad de disfrutar es la que por lo general se admite como su obra maestra: El hombre que amaba a los perros, que proporciona una visión ignorada de la faceta desconocida del asesino del dirigente político León Trotsky, quien disputó el poder político de su natal Rusia a José Stalin cuando Iván Lenin fallece, después de lo cual el poder político quedó en favor de los llamados bolcheviques que derrocaron la larga dinastía de los zares.
Otras novelas de Leonardo Padura utilizan a un personaje de su fértil mente: el policía investigador Mario Conde, como sucede en Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Paisaje de otoño, Adiós, Hemingway, etc.
En las novelas señaladas —y en otras más— Padura aborda los temas universales de amor, odio, violencia, hermandad, fidelidad, traición, etcétera, los cuales desarrolla por lo común en el escenario de su natal Cuba, principalmente en la ciudad que lo vio nacer: La Habana.
Es necesario mencionar, como ya lo he hecho anteriormente, que en noviembre del año de 1994, en calidad de turista, en compañía de mi esposa —ambos rondando los 60 años— y de mi hija Verónica, ya veinteañera, visitamos La Habana y la famosa playa de Varadero, cercana a la capital cubana.
Cuando recién casados iniciábamos la construcción del edificio familiar, acababa de triunfar la Revolución cubana, que colocó en el poder a Fidel Castro, Ernesto “Che” Guevara y a otros destacados líderes que derrocaron el régimen corrupto de Batista.
Al principio, el gobierno castrista no se había declarado comunista; tardó varios meses en irse decantando hacia un tipo de régimen político, económico y social.
En México, los jóvenes —incluidos mi esposa y el de la voz— simpatizábamos plenamente con la Revolución cubana; más mi esposa e Irma que el suscrito, quien prefería esperar resultados.
Al paso del tiempo, casi 35 años después de la Revolución cubana —cuando Fidel y Raúl seguían siendo líderes del gobierno cubano; el Che ya había marchado a Bolivia y, en su calidad de guerrillero, apresado y asesinado por el ejército boliviano—, la percepción del régimen cubano era variada: desde aquellos que eran furibundos partidarios hasta quienes eran decididos enemigos. En ese abanico de posibilidades, había múltiples opiniones.
De nuestra parte se hablaba del éxito de la campaña de alfabetización de la población cubana, que había alcanzado un sistema sin igual: para toda la población, el mejor de toda Latinoamérica. También se reconocía una atención médica con personal altamente calificado y de instituciones hospitalarias envidiables.
En el aspecto político se criticaba —y aún a la fecha— la existencia de un solo partido político, el Comunista; un gobierno que no admitía disenso alguno; una represión a la libertad de expresión, a la libertad de tránsito, etcétera.
Cuba, su gobierno, se quejaba —y lo sigue haciendo— del bloqueo que sufre la isla por parte de los Estados Unidos. Una parte minoritaria de países, entre ellos México, conservó relaciones diplomáticas con el régimen castrista. En fin: sobre Cuba se hablaba en todos sentidos y, en esencia, se sabía poco.
En ese marco, que tímidamente se esboza, iniciamos nuestra ruta hacia Cuba.
Cuba es un lugar bello: un mar del Caribe increíble, sobre todo para quienes cotidianamente vivimos lejos de playas.
La Habana: una ciudad de contrastes, de paisajes inolvidables, de edificios, casas y construcciones en franca decadencia por falta de mantenimiento y ausencia casi total de nuevas obras.
Lo más impresionante para nosotros —para mí— fue la terrible falta de alimentos al alcance de los cubanos con sueldos de imaginar: del equivalente a 10 dólares al mes. En Cuba, de acuerdo con su sistema económico, todo está controlado por el Estado: no existía la libre empresa, porque esta es expresión de un sistema capitalista explotador del trabajador. De ahí que lo que hay se deba repartir equitativamente a través de tarjetas de racionamiento, procurando proteger dentro de lo posible a la niñez.
Acostumbrados a un sistema capitalista, observar la lucha diaria del cubano por obtener algo de comer —porque la ración de la tarjeta solo alcanza para unos días— era impactante. Los cubanos con los que pudimos relacionarnos un poco, en nuestra breve visita, en forma amable y amistosa abandonaban cualquier tema trivial o de fondo para casi de inmediato expresar: “Chico, ¿no tienes por ahí 1 dólar? Algo que me puedas dar”.
Cuando el tema era la política, la conversación prácticamente no existía. El cubano era una tumba: mencionaba que todo marchaba bien sin abordar detalle alguno. Se mostraban herméticos y temerosos.
El impacto de observar cómo se lucha día a día en el incierto resultado de lograr algo para tu familia y para ti mismo, y poder sobrevivir, es brutal. De ese noviembre de 1994 al actual noviembre de 2025 —en que escribo estas letras— han transcurrido otros 31 años, y la visita a Cuba la recuerdo como si fuera ayer.
En las noches, al pernoctar en el hotel de La Habana, la cantidad de alimentos a disposición del huésped era de tal magnitud que resultaba más contrastante con la hambruna de la población cubana, lo que no me dejaba conciliar el sueño.
Explico lo anterior porque, cuando leí la primera novela de la pluma del escritor Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros, así como otras dos o tres novelas de su autoría que se desarrollaban principalmente con La Habana como escenario, me causó extrañeza que casi no hubiera referencias directas ni indirectas al sistema político de su país ni a la situación económica de una población cuyo destino diario era sobrevivir en medio de una crisis rayana en la hambruna.
Cruzó por mi mente que Padura era fiel partidario del castrismo, en el cual cualquier sacrificio individual tenía como meta el bienestar para todos, en un futuro sin fecha precisa.
En sus dos últimas novelas, Ir a La Habana y Morir en la playa, nuestro autor, con la singular maestría de escritor que es su sello personal, devela ante nuestros ojos lo que me tocó vislumbrar en la visita turística que he mencionado de noviembre de 1994.
En efecto, escribe en Morir en la playa párrafos como los que transcribo:
“En Cuba… todo se reduce… a vivir o a sobrevivir, en realidad, y lo hacen (sus habitantes) con los miedos más humildes y elementales: miedo al dolor, a la muerte, a no tener dinero para la próxima botella de ron, a la impotencia sexual… Sólo piensan en esos miedos… Vivir con miedo es no decir lo que piensas y quisieras decir…”
En Cuba, durante el largo período en que ha gobernado la isla la Revolución triunfante —ya para 65 años—, el cubano o ha emigrado de su país en busca de otros horizontes, o ha tenido que permanecer en su patria, donde no debe opinar ni en público y a veces ni en privado, porque su interlocutor, así sea su amigo o familiar, puede denunciarlo como contrarrevolucionario y terminar en forma fulminante en prisión, y a veces hasta con su vida.
Hace poco, dos o tres meses, Padura visitó esta Comarca Lagunera y ofreció dos presentaciones ante público. Por ellas —a las que tuve la fortuna de asistir— nos enteramos de que el gobierno cubano restringe al máximo la posibilidad de que sus ciudadanos tengan acceso a internet o a comunicaciones con el exterior; que no es posible adquirir sus novelas en Cuba; que la situación económica sigue —si eso es posible— deteriorándose cada vez más; que la energía eléctrica sufre interrupciones continuas, etcétera.
El miedo —como nos lo hace saber Padura en su última novela, Morir en la playa— es un sentimiento que te autodestruye. En sus palabras: “una sensación que nos circula por la sangre integrada a nuestra duda… aunque siempre supimos que existía el control y debíamos temerle… no lo hicieron evidente… aunque no te torturen, sabías que existían los instrumentos… la sospecha de que alguien, incluso cercano y afable, fuera un informante y ante él controlaras tus discursos… todo ese marasmo de aprehensión y suspicacia en el que hemos vivido inmersos de pies a cabeza…”
Pensar que lo acontecido en Cuba, o en Venezuela, o en Nicaragua no nos es completamente ajeno es una actitud similar a la de los avestruces: escondemos la cabeza, pero dejamos —como reza la popular expresión cubana— “el culo expuesto”.
Posdata. La vida continúa. Al lado de las preocupaciones que les transmitimos, este avestruz disfrutó una de las Series Mundiales de béisbol más interesantes: un juego de 18 innings, y luego el séptimo y decisivo encuentro a extra-innings y con el corazón en vilo.
Al final ganaron los Dodgers —cargadores o estibadores en su origen de Nueva York, ahora radicados en California—. Supongo que a Trump le dio un infarto, porque los latinos de California no son precisamente de su agrado, donde ellos —nosotros— somos mayoría.

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