Cuentos de hadas

Cada martes acudo al círculo de lectores, como parte de esa cofradía dedicada a comentar y reflexionar sobre las obras que se leen en cuatro sesiones semanales. La actividad tiene lugar en la biblioteca del museo Arocena y se desarrolla bajo reglas no escritas, sencillas y siempre aceptadas sin mayor reparo.

Cada partícipe lee por su cuenta un número convenido de páginas o capítulos de la obra elegida previamente. Generalmente, la sesión inicia con algún comentario del representante del museo quien, en forma informal —valga la paradoja—, va concediendo la palabra a los lectores, que opinan sobre el tema, los personajes, el contexto, etcétera.

La mayoría de los lectores asistimos desde hace meses, algunos desde hace años, y poco a poco nos vamos percatando de la forma de pensar y de ser de cada uno. Algunos resultan bastante liberales, otros más conservadores.

Las diferentes opiniones, juicios de valor o consideraciones de tipo cultural o social son de lo que más llama la atención, y en eso radica la riqueza de cada encuentro. Como en una mina, de repente aparece una veta de rico mineral que sorprende por inesperada. En otras ocasiones, lo que escuchamos parece ajeno a nuestra manera de pensar, pero todas las posturas son respetables, y siempre ha prevalecido el respeto a la libertad de pensamiento y al trato considerado hacia las convicciones de los demás.

Con el paso del tiempo, este espacio semanal de apenas hora y media se ha vuelto parte de nuestras vidas. Hemos integrado una confraternidad que ha tomado carta de naturalización en nuestra cotidianidad.

Desde luego, cada asistente tiene sus preferencias literarias. En mi caso particular, me atraen los temas históricos sobre hechos y personajes, el campo del arte o los relatos de la vida cotidiana. Personajes como Santa Anna, Rembrandt o Virginia Woolf, o escritores reconocidos como Paul Auster o premios Nobel de Literatura, han desfilado ante nuestros ojos.

En estos días de septiembre del presente año nos ocupa un tema insólito: los cuentos de hadas clásicos, comentados bajo la dirección de María Tatar.

Así me he enterado de que el famoso cuento de Caperucita Roja, en la pluma de Charles Perrault, que vivió a fines del siglo XVII, no presentaba de inicio a una niña con capa roja. Además, tanto ella como su abuelita terminaban siendo devoradas por el lobo feroz, que las había asaltado disfrazado de oveja. Vaya, vaya con la yegua baya que se brincó la valla…

Esto me recordó que a mis hijos les transformé el cuento de Los tres cochinitos en un relato de tipo sociológico: asigné a los cochinitos diversas personalidades —la capitalista, la socialista y la anarquista—, que enfrentaban la vida desde sus respectivas perspectivas. No fue el único cuento al que “eche a perder”, pues el de Blancanieves y los siete enanos se convirtió en La Blanca Cheves y los siete babarios, para ilustrar los daños del vicio del alcohol.

Posdata: casi todos recordamos de nuestra niñez aquellas ocasiones en que el relato o la lectura de cuentos era el preludio del viaje cotidiano al país de los sueños.



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