Los inmigrantes
De las múltiples amenazas que al ser humano se echan encima, una que ha venido cobrando mayor relevancia y víctimas es el convertirse en inmigrante.
Inmigrante, por definición, es aquel que abandona su lugar de origen para establecerse en otro distinto. En ese sentido, muchas personas —entre ellas el suscrito— lo somos, pues mi añorado terruño, en que transcurrió mi infancia y adolescencia, ha quedado lejano; la vida me ha llevado, en el andar por los caminos, hasta mi actual lugar de residencia.
Me quiero referir en estas líneas a los inmigrantes que tienen que buscar
otros horizontes más allá de las fronteras de su país. Los que huyen del suelo
que los cobijaba debido a las persecuciones por sus ideas políticas, de la
violencia, de la delincuencia, de la falta de oportunidades de trabajo o de
causas similares, y que se han fijado como sueño un mundo diferente al que
padecen —entre otros, el llamado “sueño americano”.
Lo que me impulsa a reflexionar sobre es
te tema se debe a la novela que
ahora ocupa mi interés: Historia de los abuelos que no tuve,
del autor Ivan Jablonka.
La novela relata que el autor no conoció a sus abuelos —ni paternos ni
maternos—, de los cuales prácticamente ignora todo, salvo lo que es obvio: que
los tuvo. ¿Cómo pudo suceder esto? El relato entraña un trabajo detectivesco de
carácter genealógico, de lo más fascinante y emocionalmente estrujante.
El autor es de origen judío, de padres y abuelos judíos polacos.
Apenas en la adolescencia sus abuelos, según las pistas que logró obtener,
vivían —entre la segunda y tercera década del siglo XX— en una aldea judía
polaca: Parczew. Territorio que, ancestralmente, por cientos de años, fue
disputado por rusos, alemanes, austriacos y otros vecinos. Apenas a principios
del siglo pasado comenzaba a consolidarse como una nación de corte moderno.
Siendo aún niños sus abuelos, Polonia era un territorio donde alemanes y
rusos libraban batallas temibles; Polonia pasaba a ser dominada por unos y
otros, según el vaivén del conflicto armado. La decisiva derrota de los
ejércitos del zar Nicolás II a manos de los alemanes, y la posterior derrota de
estos por parte de franceses, ingleses y norteamericanos, permitió restaurar a
Polonia como nación independiente, de 1920 a 1939: apenas un periodo de veinte
años, antes de que Hitler ordenara su invasión en septiembre de 1939, y su
territorio fuese repartido entre alemanes y rusos a un mes de iniciada la lucha
armada que marcó el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
En esos convulsos años, el pequeño pueblo de Parczew pasó de tener unos
cinco mil habitantes, la mayoría judía, a que, prácticamente al terminar la
guerra en 1945, difícilmente llegara al medio centenar. Más aún, el autor
revela un dato escalofriante: el 23 de julio de 1942, los nazis deportaron a
4,000 personas al campo de Treblinka, uno de tantos lugares de exterminio. De
los deportados, casi ninguno sobrevivió. Y los pocos que lograron huir a los
bosques cercanos, cuando intentaron retornar a sus hogares, encontraron sus
casas, negocios, cementerios, etcétera, destruidos u ocupados por otras
personas, que los rechazaban para no devolverles sus propiedades.
Algunos de los inmigrantes de este poblado empezaron a emigrar desde dos o
tres años antes de la invasión nazi a Polonia, porque la persecución antisemita
ya se traducía en ataques, violaciones y homicidios.
Los abuelos huyeron a Francia, que en ese momento parecía el país con
mayores posibilidades de ofrecer asilo en la Europa de entreguerras. Sin
embargo, ante la creciente oleada de inmigrantes —la mayoría sin pasaporte ni
papeles de identidad—, el gobierno francés endureció su postura. En 1938,
emitió un decreto-ley que agravó la situación: todo extranjero que ingresara o
residiera en Francia sin permiso o documento de identidad debía ser detenido y
expulsado.
“Al inculpado se le niega el beneficio de la prórroga y las
circunstancias atenuantes, y… se le expulsa del territorio francés… Otro
decreto-ley (les) prohíbe el ejercicio profesional o comercial a extranjeros
desprovistos de la tarjeta de comerciante… (los) extranjeros podrían ser
internados en ‘centros especiales’ destinados a asegurar la rigurosa
eliminación de indeseables. Entre los inmigrantes cunde el pánico… Las familias
son conminadas a dejar el territorio en 48 horas…”.
Cualquier semejanza o parecido de estas angustias —que violan derechos
elementales de cualquier ser humano— con lo que está ocurriendo en estas fechas
en nuestro país y en el vecino del norte, es mera coincidencia.
Posdata
Todos, todos, de alguna manera, tenemos antepasados —tatarabuelos, abuelos,
padres— o nosotros mismos hemos sido inmigrantes. Estamos moralmente obligados
a brindar apoyo o ayuda. No deja de conmover el corazón cuando, en las esquinas
o calles, alguien recibe una moneda o un gesto solidario y, con acento de su
tierra, responde:
“Gracias, madrecita”

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