Los mitos que nos dieron traumas


Un buen amigo —a quien conocí primero como un buen alumno— me obsequió un libro que lleva por título el nombre de este escrito. En él se plantea la pregunta sobre la idiosincrasia del mexicano, es decir: ¿cómo nos vemos o cómo nos ven a los mexicanos?

Desde las primeras líneas, una cuestión nos permite entender uno de los mensajes del autor —que, a mi juicio, es parte importante del contenido de la obra— y que consiste en que una cosa es la percepción de lo que aconteció y otra la realidad. Surge así la interrogante: ¿qué importa más, lo que se supone ocurrió como hecho histórico o lo que en verdad acaeció?

Así, nuestro autor señala, a modo de ejemplo, que el mejor presidente que hemos tenido, antes de arribar a ese cargo, hizo campaña electoral en 2006 y perdió la elección ante Felipe Calderón. Volvió a proponerse como candidato en 2012 y perdió nuevamente ante Enrique Peña Nieto. En ambos casos no admitió la derrota: alegó fraude, “complo”, estafa, conspiración, pero nunca exhibió o aportó prueba alguna. Al contrario, las pruebas —casilla por casilla— acreditan su derrota. Pero lo importante es lo que ha prevalecido en el imaginario colectivo: que existió fraude, y no la ausencia de pruebas.

El mexicano promedio cree que hubo fraude. El mexicano crítico, el que exige pruebas y sabe que el político —del color que sea— es un mentiroso contumaz, opina lo contrario. Pero él es minoría.

Lo curioso de esta obra es que, a mi juicio, peca de lo mismo: propone múltiples relatos históricos plagados de lo que se supone sucedió, de lo que el imaginario colectivo cree que aconteció, y no de lo que las pruebas o evidencias demuestran o puedan acreditar.

No deja de causarme extrañeza que, en este libro, el autor afirme:
“La historia de México es un paseo a través de la locura… a nadie le importa la verdad histórica… porque la historia se usa como herramienta de poder, y eso, el poder, es lo único que importa.”

En asombro ocurre, porque ante estas reflexiones —con las que estamos de acuerdo—, así como en otras que van por ese camino, a la vez escribe, al referirse a Hidalgo, calificándolo de un individuo despreciable, y afirma que inició la guerra de Independencia por conflictos personales con los españoles, no por idealismo libertario. Así dice:

“…Un día el curita algo se despertó harto de los abusos, aunque él era parte de la clase abusadora, no de la abusada; cansado de la desigualdad, aunque él era de los que se beneficiaban de dicha desigualdad, de los de arriba y no de los de abajo… Hastiado de todo, comenzó una guerra de Independencia contra España. Y la comenzó —no podía ser de otra forma— con vivas al rey de España, ¡viva Fernando VII!, ¡que viva el tirano…”
Este párrafo pone de manifiesto un punto de vista discutible en cuanto a la veracidad de la personalidad de Hidalgo, pues margina el contexto social, político y económico de ese tiempo. A mi juicio, no es casualidad que, entre 1810 y 1830, prácticamente todas las colonias hispanas en este continente americano se levantaran en armas y se independizaran de España. Casi todos los líderes insurgentes eran criollos con cierta posición social: mandos militares en el ejército realista, miembros del clero o con actividad comercial, industrial o agrícola que los colocaban en una posición privilegiada —y evidentemente desigual— frente a la masa de indígenas sometidos a esclavitud o a una servidumbre de miseria e ignorancia. Estos criollos estaban, sin embargo, distantes o ajenos a los españoles peninsulares, que constituían apenas un puñado, pero acaparaban los mejores puestos de gobierno, prebendas económicas y los cargos eclesiásticos más prominentes.

En ese contexto ubicamos a los criollos: Bolívar, San Martín, Sucre, etcétera. Prácticamente no hubo líderes insurgentes de importancia de origen indígena, y solo uno que otro mestizo, como Morelos.

La crítica de que Hidalgo usara como punto de referencia a Fernando VII se descontextualiza. En realidad, Fernando no era rey, pues su padre, Carlos IV, abdicó no a su favor, sino en favor de Napoleón, y lo hizo de forma vergonzosa. Frente a la sociedad española, Fernando se convirtió en símbolo de rechazo al usurpador José Bonaparte, hermano de Napoleón, y en la esperanza de que, ungido como rey, adoptara una monarquía constitucional que modificara la situación de la sociedad hacia una mayor igualdad entre españoles, criollos, mestizos e indígenas.

Hidalgo, como ser humano, sin duda tuvo deficiencias, pero respondió a las condiciones de su tiempo. Y con riesgo de su propia vida —que perdió— inició la lucha. Desde el principio, respondió a ideales: derogó la esclavitud indígena y capitalizó el respaldo de miles de los que menos tenían que perder, salvo sus vidas. Y por miles, la perdieron. Calificar a Hidalgo como “sujeto despreciable”, de mi parte, es inaceptable. Y afirmar que los primeros insurgentes —entre ellos Allende, que antes de iniciar la lucha fue cabeza de la conjura de Querétaro y ya destacaba como enemigo del régimen realista— no buscaban la libertad, y que ninguno estaba capacitado para hacer algo con ella de haberla obtenido, es una desmesura.

Es cierto que desde el siglo pasado el oficialismo ha colocado a Hidalgo, Allende, Aldama y otros en el nicho de los mitos, y eso es también un exceso.

Juan Miguel Zunzunegui, autor de la obra que comento, utiliza constantemente referencias históricas que contienen, a mi consideración, verdades a medias. Afirma, por ejemplo, que las guerrillas insurgentes, a lo largo de once años de conflicto, no consiguieron nada, y que fue Agustín de Iturbide quien, a través de la negociación, obtuvo la Independencia. Es cierto que Iturbide fue el arquitecto principal del Plan de Iguala, que llevó a la negociación hasta consumar la Independencia. Pero la causa fundamental, a mi juicio, de que se pudiera pactar, fue que la Nueva España estaba agotada, devastada y, en parte, arruinada tras once años. Tanto realistas como insurgentes anhelaban la paz.

Nuestro autor cuestiona:
“Lo mismo ocurre con la Revolución de 1910. Sabemos cuándo comenzó porque, al igual que la Independencia, nos da un desfile y un día de descanso. ¿Cuándo termina la Revolución? Quién sabe, quizá ni siquiera hubo una Revolución, sino una simple matazón de todos contra todos a la que luego damos narrativa, discurso y causa.”
O sea, parece que el autor cree que la causa no existió realmente, que los mexicanos decidimos, de la noche a la mañana, iniciar una matanza, y que la causa fue inventada a posteriori.

Puestos en ese camino, nuestro autor se pregunta qué hizo por México Francisco Ignacio Madero. Dice que convocó a una guerra que destruyó el avance de 30 años del periodo denominado porfiriato. ¿Qué hizo antes? Nada. ¿Dejó un México democrático? No. Pero eso sí: es el apóstol de la democracia.

El autor reconoce que Madero escribió el libro La sucesión presidencial de 1910, donde propone que el problema de México es la falta de democracia. Admite que es un buen libro, pero afirma que Madero fue un pésimo gobernante, que solo tuvo buenas ideas.

Analizando el asunto, diríamos que Madero, en La sucesión presidencial, considera que el problema fundamental de México era político: la falta de democracia. Gobernó con esa idea fija, pero erró, porque el problema era, principalmente, económico y social: una enorme desigualdad entre una masa de habitantes analfabetas —casi el 80 %— que vivía en pobreza o miseria, y una clase política y militar minoritaria que detentaba la mayor parte de la riqueza. Murió por su miopía política, pero como encarnizado defensor de la democracia en sentido político. De ahí que, con acierto o sin él, se le considere el apóstol de la democracia.

El libro que ahora comentamos mueve a la reflexión, invita a investigar sobre lo ocurrido realmente en el pasado. Nos coloca en el diván para escudriñar nuestros traumas, como ese que señala: que el mexicano promedio considera la humildad como una virtud. Aún hoy se escucha la frase: “Esta es su humilde casa”, incluso cuando se trata de una residencia en el Pedregal de San Ángel. El autor destaca que la humildad equivale —en su visión— a reconocer que somos menos, un trauma heredado desde la Conquista. Afirma que confundimos psicológicamente humildad con sencillez, siendo esta última, en efecto, una virtud.

Vale la pena leer, reflexionar, pensar y, sobre todo, ser críticos. Ante cada hecho o acto que ocurre en la sociedad, debemos indagar sobre sus causas, motivos y propósitos; atender a las pruebas, calificar su veracidad y poner en duda afirmaciones como la de que “la corrupción somos todos”, como afirmaba el corrupto de López Portillo. Si ese fuera un hecho probado y cierto, México no tendría futuro ni esperanza. Y no lo comparto, porque entonces habría educado a mis hijos en valores caducos.

Posdata: una píldora de optimismo. Felicitaciones a la ministra de la Suprema Corte que, en su primer acto de campaña para ser electa como integrante de la futura Corte, proclamó que sería una decidida enemiga de la corrupción y factor de la transformación de la justicia en el país.
¡Pobre México, tan cerca de los plagiarios y tan lejos de la honestidad!

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