Cultura aspiracionista



Una sociedad o cultura que se precie igualitaria es una utopía. Los seres humanos, todos entre sí, somos diferentes. No existe igualdad; aun los gemelos de un solo óvulo no pueden presumir de ello.

La propuesta marxista de que el modelo socialista provocará la igualdad al destruir la propiedad privada de los medios de producción y educar para una sociedad donde el individuo tenga como meta servir a sus semejantes —y no servirse a sí mismo—, no ha dado los resultados esperados. A la fecha, los países que han adoptado el sistema socialista son pocos y, al parecer, con distintos resultados.

Así, Suecia tiene fama por sus altos niveles económicos, sociales y culturales; en el caso de la URSS —o sea, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas— que se desintegró en la última década del siglo pasado, cada república siguió su propia ruta. Éstas, al parecer, adoptaron diversas soluciones para sus respectivas economías, algunas occidentalizándose e integrándose a la Unión Europea, donde dominan modelos de tipo capitalista. China es una variante de un socialismo con ciertas prácticas de economía capitalista.

En América, los países socialistas a la fecha son Cuba, a partir del triunfo de la Revolución castrista en la década de los años sesenta del siglo XX; Venezuela y Nicaragua en fechas más recientes.

Estos tres países se caracterizan por gobiernos de corte autoritario, donde la actividad política de partidos distintos al oficial no se permite, como en Cuba, o bien, en el caso de Venezuela y Nicaragua, los partidos de oposición existen, pero en la práctica son objeto de toda clase de trabas, persecuciones, y para sus seguidores, a veces, prisión e incluso la muerte.

De los países mencionados, en noviembre de 1994 tuve la oportunidad de visitar Cuba, en sitios como La Habana y el lugar de veraneo llamado Playa Varadero, a unos 80 o 100 km de la capital. Mi estancia se redujo a unos ocho días, y pude constatar la belleza de sus paisajes, la calidez de sus habitantes y una pobreza económica generalizada que me dejó asombrado e impactado. El cubano enfrentaba día a día —y al parecer sigue en esa situación— una lucha interminable para conseguir alimentos. Subsistir es una batalla que no da tregua. Es difícil describir esta condición diaria, a tal grado que, en mi estancia, ello me quitaba el sueño, y eso que, como visitante, nunca me faltó ningún alimento.

El cubano cuenta con un sistema económico donde recibe, cada mes o cada 15 días, una dotación de lo que llamamos alimentos de primera necesidad, en una cantidad que resulta insuficiente para cubrir las jornadas del mes o de la quincena. De ahí que se las ingenie para estirarla y para aprovechar cualquier oportunidad para adquirir alimentos.

Hace alrededor de tres años, tuve oportunidad de leer una novela llamada El hombre que amaba a los perros, de un autor cubano de pura cepa habanero: Leonardo Padura. Esa novela es una de las mejores que he leído en los últimos años y relata la vida de un español, Joaquín Mercader del Río, cuya fama a nivel mundial se debe a que asesinó a León Trotsky, uno de los más destacados líderes bolcheviques que encabezó la Revolución de 1917, la cual derrocó al gobierno de los zares e implantó el sistema socialista en la Rusia que después dio nacimiento a la URSS.

El líder indiscutido de este movimiento social fue Lenin, quien falleció en 1924. Entonces el poder se lo disputaron Trotsky y Stalin. Fue este último quien se consolidó en el poder. Trotsky sufrió una constante persecución y se tuvo que exiliar, peregrinando por varios países, asediado por el peligro de morir asesinado. El gobierno de México, con Lázaro Cárdenas, lo asiló en 1939. Al poco tiempo sufrió un atentado contra su vida y la de su familia. A raíz de ese suceso, su casa —ubicada en el barrio de Coyoacán de la Ciudad de México— se convirtió en una especie de fortaleza-prisión, que no impidió el acceso de Joaquín Mercader en agosto de 1940, cuando consumó el asesinato de León Trotsky.

La novela poco trata el magnicidio. Más bien se ocupa de relatar la vida de Mercader del Río, en particular su estancia en Cuba, a la que arribó después de cumplir 30 años en prisión en el penal de Lecumberri de la Ciudad de México.

La novela mencionada logró un éxito que le valió ser traducida a varios idiomas, con múltiples ediciones que hablan de la calidad literaria de su autor, quien a la fecha lleva publicadas alrededor de 14 o 15 novelas que le han dado fama internacional, múltiples reconocimientos y premios.

Posteriormente, llegaron a mis manos otras cuatro o cinco novelas de las que ha escrito, pero encontraba pocas referencias respecto a la situación política y económica cubana.

La última de sus novelas —a la fecha, Ir a La Habana— tiene un sabor biográfico indiscutible. Su amada ciudad, La Habana, es retratada con pinceladas en tono casi poético. Describe lo que ha sido el desarrollo de las condiciones sociales, económicas y políticas de Cuba. Al referirse a la época del régimen del presidente Batista, derrocado el 1° de enero de 1959, lo hace en renglones que no tienen desperdicio:

Una época de dura represión política y galopante corrupción institucional, donde creció en función de la industria del turismo y el ocio, una empresa comercial muchas veces regenteada y organizada por la mafia.

En el propio juicio de Leonardo Padura se vierte la opinión de que, mientras él crecía —Padura nació en 1955— y comenzaba a tener raciocinio, a su alrededor se iniciaba el desarrollo de una travesía social, histórica, política y económica llamada Revolución, que, como su nombre lo advierte, trastocaría las cosas, las revolvería, las voltearía:

Y La Habana sufrió ese vértigo de huracán que lo cambia todo… cada día, mes y año de mi existencia, con mi barrio y mi ciudad… hasta este presente que, con tantos cambios reales y proyectos nunca realizados a cuestas, no consiguió construir el futuro luminoso que nos prometieron.

A la fecha, tras casi 70 años de gobierno castrista, el éxodo de cubanos hacia el extranjero ha sido constante. En un principio, la clase acomodada —la élite de los gobernantes del régimen de Batista—, después la clase media, y ahora, incontables cubanos que huyen de la pobreza —que podemos calificar de extrema— en busca de otros horizontes.

En Cuba, con el triunfo de la Revolución, se implantó un sistema socialista donde solamente se admite la existencia de un partido político: el comunista. Y por lo que se conoce, las críticas —o las que se suponen críticas— no son bienvenidas.

Por ello, sentía curiosidad de enterarme cuál era, en relación con ese asunto, el pensamiento del escritor Leonardo Padura, pues en las novelas que había leído de su autoría, prácticamente no se aludía a la cuestión política.

En la novela Ir a La Habana, queda claro que no comulga con la forma en que ha evolucionado el sistema socialista en Cuba, aclarando que tampoco se expresa a favor del sistema de gobierno que imperaba en la isla antes de la Revolución castrista.

Para Padura, lo que más lo ha impactado del cambio revolucionario es, sin duda, la estructura económica y el cambio social. Y de esta última, lo que más le duele es lo que denomina “la pérdida de la urbanidad”.

Para nuestro autor, el principio de urbanidad debe entenderse como “…la forma de comportamientos individuales y colectivos adecuados para vivir en sociedad, con el necesario respeto por los demás y por las normas de sociabilidad…”.

Menciona Padura que las leyes de la convivencia se resquebrajaron con los años de penuria y la degradación del entorno urbano, que se ve reflejado en edificios, casas y construcciones con fachadas deterioradas por decenas de años sin mantenimiento, a veces casi al borde del derrumbe, apuntaladas con vigas pero en permanente uso, porque para sus habitantes no hay de otra.

La persecución de lograr cualquier alimento, por más miserable que parezca, ha convertido a los cubanos en agresivos y mezquinos. Pero lo más doloroso se percibe en que una inmensa mayoría vive no en la pobreza, sino en la miseria. Sin embargo, existe una casta de cubanos con capital para permitirse ciertos lujos que solo los turistas pueden disfrutar.

En una sociedad que se proclama igualitaria y socialista, es evidente que constituye una afrenta que, mientras millones de cubanos —en La Habana, alrededor de dos millones— sobreviven como pueden, una ínfima parte de ellos —unos quince o tal vez veinte mil— tiene a su alcance lujos y negocios nacidos al calor de una política más permisiva con la pequeña empresa privada, vencedora absoluta sobre la empresa estatal en la calidad de los servicios.

La nueva admisión de esas empresas revela el quiebre de un sistema igualitario socialista que niega terminantemente que el individuo pueda ser un sujeto de aspiraciones.

Padura es un ejemplo de ese quiebre, pues el 31 de diciembre de 1995 dejó un puesto como jefe de redacción de la revista socialista La Gaceta de Cuba, y a partir del 1° de enero de 1996 se le reconoció el estatus legal de ser el primer escritor independiente cubano.

Su oposición al gobierno castrista es, a mi juicio, velada; o sea, no se pronuncia como anticastrista, sino como lo expresa Mario Conde —el investigador policiaco, personaje inolvidable de varias de sus novelas— cuando dialoga con uno de sus paisanos:

—Estamos en otro mundo, Conde.

—No, nada más es la ilusión. Por eso vuelvo y te repito, mi amigo: haz la zafra ahora, porque después viene el tiempo muerto.

—¿Por qué eres tan pesimista, men?

—Realista es lo que soy, porque tengo 62 años y los he vivido toditos aquí, toditos.

Posdata

A mis años, he aprendido que dar consejos es una tarea inútil: quien los llega a seguir, lo hace por convicción propia, y si los desecha, casi siempre es porque solo escucha su corazón, no a su cabeza.

No obstante, ya a título de sugerencia —no de consejo—: si pueden ir a Cuba, vayan. Para que, como decía el merolico de mi pueblo en el recuerdo de mi infancia: que no le cuenten, que no le digan. Lean cualquier novela de Padura por la misma razón.





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