La cuesta de enero


Hace años empecé a escuchar la frase "la cuesta de enero" y aprendí que cada anualidad el primer mes es difícil porque, físicamente, durante diciembre nos excedimos en la comida —kilos de más— y en la bebida, algunas que otra cruda, y el fantasma amenaza con golpear la economía personal a causa de los costos derivados de los excesos de las fiestas: regalos, gastos de más, pago incrementado en impuestos, en colegiaturas, etc., todo convertido en una empinada cuesta arriba.

En medio de esta depresión física y moral, he emprendido la lectura de una novela, La conjura de los necios, debido a la pluma de John Kennedy Toole, que nada tiene que ver con el recordado mandatario estadunidense asesinado en Dallas, Texas.

Premonitorio texto, pues no parece ser suficiente con la "conjura" de políticos externos encabezada por Trump, y de internos dirigidos por el Trío atómico de Fernández Noroña, Adán Augusto López y Ricardo Monreal. A ellos hay que sumar una cauda interminable de necios que presagian un difícil año para el país, conjurados en crear toda clase de desventuras, sea para inmigrantes, para "emprendedores", "clase medieros", etc., en este país primer mundista que, a ellos, les parece feliz, libre de corrupción, con miras a ser una de las diez mejores economías de este sufrido globo terráqueo.

Como siempre, mi pluma escribe por su cuenta y me aparta de mi propósito de escribir sobre La conjura de los necios.

Retomando el tema, para abrir boca, el personaje central de esta novela es un treintañero, clásico blanco supremacista gringo, que viste su humanidad elefantiásica con prendas estrafalarias del más discreto mal gusto, es decir, con camisas hawaianas, bermudas y tenis tirado a chancla. Dedicado, a pesar de sus grados de licenciatura y maestría, a tragar —no a comer— toda clase de alimento "chatarra" y deglutir bebidas gaseosas en cantidades industriales.

Se preguntará el amable lector, uno de mis cuatro fieles, cómo se llama ese engendro de personaje, y el novelista ve que no se quebró el seso y lo bautizó como "Ignatius". No aclara el novelista el origen de tan distinguido nombre, no sé si se burla de su propio personaje, o del posible lector de su novela, o de ambos, y, puestos en ese camino, supongo que ya ingresamos en la conjura de necios que se ven arrastrados a escudriñar en las páginas de la novela, no a identificar a los necios, pues éstos son todos, incluidos los lectores, sino en qué consiste la "conjura".

Ignatius imagina, lo que es toda una hazaña para su holgazana vida, que ésta es como una rueda de la fortuna: a veces se está en la cima, en ocasiones en la sima.

Ignatius afirmó que no apoya al Papa porque no comulga con la idea de que sea autoritario. Opina que el mundo debía habitarse por puros estériles mentales, para que así los estudiantes actuales no escribieran sandeces. De mi parte, opino que ni siquiera eso hacen bien, solo copian... y, a veces, ni siquiera eso hacen bien. Si dudas, pregúntale a una destacada ministra que ya se alistó a participar en la tómbola, y, desde ahora, apuesto cien contra uno que va a quedar en el cuerpo de ministros de la "nueva Corte". Perdón, estimado lector, he vuelto a desvariar, y es que esta novela anula la poca capacidad de raciocinio con que cuento.

Ignatius vive en la ciudad de Nueva Orleans, al margen de las míticas calles de la antigua ciudad, del jazz, de los bulliciosos e inolvidables noches. No, Ignatius vive, según lo prescribe la página 93 de la novela, en el barrio Levy Pants, en un sitio sórdido entre dos edificios fundidos en una sola y macabra unidad, en una especie de cruce entre granja y un hangar aeronáutico. Lo que eso sea queda a la imaginación del lector.

Ignatius vive con su madre, único ser en la galaxia capaz de entenderlo y soportarlo. Su madre, alcohólica —supongo, única manera de soportar a su propio engendro—, agobiada por problemas económicos, exige a su retoño que busque trabajo. Ignatius considera que no existe en el mundo un puesto digno de su preparación académica, pero, al fin, sucumbe e ingresa a una empresa donde su primer paso laboral consistió en escribir una carta para promover artículos de la empresa y, aquí, una perla de su trabajo:

"Mercancía Generales, Abelman
Kansas City, Missouri, E.U.
Estimado señor Abelman, caballero mongoloide:
Hemos recibido por correo sus absurdos comentarios sobre nuestros artículos..."


En la novela, el autor señala que la oficina de la empresa era un sitio en medio de basura, desperdicios y abandono, al grado tal que hasta las cucarachas parecían haberse largado.

Con tan edificante lectura, he arribado hasta la página 101 y el libro cuenta con 389, o sea que me faltan 288, y todavía no vislumbro dónde se encuentra o localiza "la conjura", únicamente ubico a los necios, incluidos al suscrito. Después aviso a mis cuatro lectores el resultado de esta investigación.

Posdata.
Dice un dicho: "Mal comienza la semana a quien ahorcan el lunes". Creo que mal he empezado este año. Feliz año al "necio" lector por haber llegado hasta esta línea.

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