El sentido del humor



Para mi chaparrita, hoy 2 de septiembre





En el círculo de lectura del que soy miembro, es costumbre desde hace años (no muchos) elegir una novela que debemos comentar a lo largo de un mes, en cuatro reuniones, una por semana. Nos reunimos de 20 a 30 personas, la mayoría entre 30 y 60 años. En el grupo, predomina el género femenino.

La actual obra elegida para la lectura es de la pluma de Paul Auster, en parte porque acaba de fallecer, pero la razón principal es su fama. Muchas de sus novelas se sitúan en la ciudad de Nueva York, su lugar de residencia.

La novela que estamos leyendo se llama La noche del oráculo. Ya he avanzado en un tercio de ella, y trata varios temas: enfermedad y convalecencia, discrepancias de humor, y, sobre todo, a mi juicio, los silencios entre la pareja. Se intuye, pero no se comunica, lo que viven los matrimonios a lo largo de los meses y años.

En medio de esos episodios cotidianos, el personaje central transita con su pareja a bordo de un taxi, se encuentran en un embotellamiento monumental cercano al puente de Brooklyn. Para romper el silencio con su esposa, le relata sobre una libreta de pastas azules que acaba de adquirir y en la cual ha iniciado el relato de una novela, actividad que tenía abandonada desde hace mucho a causa de una enfermedad y su consabida convalecencia.

A raíz de ello, plantea que los colores transmiten emociones: el amarillo, cobardía; el blanco, pureza; el negro, maldad; el verde, inocencia; y el azul, esperanza. Ella agrega: “Para mí también significa soledad”. Lo comenta sin un propósito definido, y de pronto él menciona que, en su adolescencia, pertenecía a una especie de hermandad con compañeros de su edad, a la que autodenominaron Equipo Azul. Cada miembro era una persona distinta e independiente, pero había una cualidad indispensable para pertenecer al equipo: el sentido del humor.

Me llamó poderosamente la atención esta mención, pues en mi caso, desde hace muchos años, he pensado que esa cualidad destaca en primer lugar. En efecto, como aparece en la obra mencionada, el sentido del humor, en cualquiera de sus expresiones —ya sea festivo, en el llamado humor fino, o en el denominado humor negro— es fundamental.

Mi esposa era refractaria al sentido del humor, pero es bien sabido que el amor, el afecto entrañable, o como dice Juan Gabriel en una de sus famosas canciones, “la costumbre es más fuerte que el amor”. Sin embargo, para mí, la costumbre puede ser una forma sublime del amor, cuando ambos asumen las virtudes y defectos del otro u otra como propios.

Recuerdo que durante años, sobre todo en periodos de vacaciones, le proponía un plan A y, de no ser posible, un plan B, y como opcional, un plan C, y por último “Tú decides”. La idea era ir en familia a conocer lugares, disfrutar de sitios, etcétera. La última opción siempre era la que ganaba. No me importaba, lo fundamental era convivir en familia. En parte, ya sabía cuál sería la opción elegida porque la conocía bien: ella decidía en función del interés de los hijos o de sus padres, no en función de ella o de mí.

A mí me llamaban la atención los espectáculos de humoristas, ya fuera humor blanco, verde o rojo; ella los detestaba. Nunca fuimos a ninguno, excepto por casualidad. Uno de estos casos fue un espectáculo de Virulo, de humor blanco, que nos deleitó en uno de nuestros viajes a la Ciudad de México. Lo escuchamos en un pequeño lugar de la Colonia Roma. Recuerdo que Virulo mencionó que había nacido en Cuba y que desde niño gozaba y sufría con las películas mexicanas, que eran favoritas en la isla. En una memorable escena, Pedro Infante llora desconsoladamente la muerte de su pequeño hijo, el Torito, y con Pedro Infante lloraban todos los espectadores. Virulo siguió su relato diciendo que, años después, ya radicado en México, actuó en Ciudad Juárez, y al final de su intervención, se le acercó un mocetón de unos 30 años para felicitarlo. Le dijo: “Yo soy el Torito de la película”. “¿Cómo? ¿Tú eres el Torito?” “Sí, soy yo.” “¡Pero si ya eres un torote! ¡Y yo tanto que te lloré!”

Tal vez porque los contrarios se atraen, pudimos congeniar, no siempre, y vivir un largo matrimonio durante 57 años. La invariable virtud de ella, de velar por los demás, no la abandonó ni en el último de sus días. Le dijo a nuestros hijos: “Me voy, pero prométanme que cuidarán de su papá.”

Posdata: Nos casamos un venturoso 2 de septiembre de 1961.

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