Soy un dinosaurio

 Soy un dinosaurio, y bastante lerdo. 

Ayer me desperté y soñé despierto que visitaba mi terruño. Por un proceso biológico desconocido retrocedía a los seis años de edad. Estaba y no estaba. Me explico: de repente ya no tenía padres, y de tres hermanos sólo me quedaba uno. A mi nana Águeda, ya no la oía trajinar en la cocina.

Me levanté y fui a la escuela. El pueblo era y no era mi pueblo. Al llegar a mi destino, existía otra casa. Ni rastro de la señorita Padilla o mis maestros de la primaria. Ni un compañero de aula: ni Héctor Morales, ni José Dorantes, ni los Mondragón, ninguno de ellos.

Muchas casas tenían otras fachadas. Ninguna calle empedrada; ahora todas lisas, de concreto, despidiendo oleadas de calor. En mi camino a la escuela, pasaba por una cantina y pulquería, “La Gran Turca”, que en mi tierna infancia me recordaba los cuentos de "Las Mil y Una Noches" y que era escenario cada año en su exterior de la quema de Judas los Sábados de Gloria. Ahora es una más de las tiendas de comercio.


Cada noche, a las nueve, tocaban las campanas de San Francisco, avisando que se estaba llevando a cabo la bendición del Santísimo para todo el pueblo. En un instante, los habitantes que circulaban por las calles se convertían en “estatuas” (algunos se hincaban) en señal de respeto para hacerse acreedores de la bendición. Ni rastro de esa costumbre dinosáurica, ahora suprimida frecuentemente por los decibeles de música ranchera, de la tambora norteña, de los tumbados, etcétera.
Los fantasmas que me acosaban como el “cura sin cabeza”, la “marquesa de San Cristóbal” y el “toro asesino” que bajaba el cerro del mismo nombre ya desaparecieron. Ahora son más reales la Familia Michoacana y el Cártel Jalisco Nueva Degeneración, etcétera.
Los buenos modales: ceder el paso a los ancianos, respetar a las damas, y otras, como lo ordenaba el Manual de Carreño, son antiguallas que sólo producen escarnio.
Increíble, el pueblo cuenta ahora con un museo dedicado a los dinosaurios, de barro, que vegetan en sus vitrinas cubiertas de polvo.
Las inundaciones y desastres ecológicos producidos por el desbordamiento de aguas del río Lerma sólo existen en postales en blanco y negro, amarillentas por el paso del tiempo. El ferrocarril, que era el motor del pueblo y que con el silbato de la Casa Redonda avisaba de horarios y lugar donde pernoctaban los elefantes y mamuts de estructura metálica, pertenece a generaciones pre-dinosáuricas.
Mi escuela secundaria sobre la avenida Madero, casi esquina con la calle Leona Vicario, sólo existe en mi memoria, al igual que los maestros Santoyo, el profesor Camacho y tantos otros. Mis compañeros de ese nivel educativo, los Bretón, Navarro, Lastiri, Leyva, Calderón, Ortiz y tantos otros, ya no perduran, ni siquiera sus familias.
Una anécdota de mi niñez: un vendedor ambulante que circulaba con su burro gritaba a todo pulmón su mercancía con un característico acento nasal: “Hay pulqueeeee”. Al pasar por algunos lugares, por ejemplo, por La Gran Turca, algún malhora le arremedaba el tono y gritaba “Tiene aguaaaaaa”. El vendedor montaba en cólera y respondía “Tu madreeeee” (¡mercadotecnia en estado salvaje!).
En ese entonces, yo era apenas una pequeña lagartija; ahora rumbo a la centena de años, evidentemente pasé a ser un dinosaurio en vías de extinción.
Posdata: Añoro las tertulias familiares y de amigos; ahora la televisión, la radio, Netflix, etcétera, y sobre todo los celulares dominan la comunicación.

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