Vacaciones inolvidables
En la década de los años cuarenta del siglo pasado, hará alrededor de los tres cuartos de centuria, radicaba en Acámbaro, pequeña población del estado de Guanajuato que apenas contaba con unos 20 0 25 mil habitantes. En aquel entonces no existía la cultura de vacacionar al estilo actual para disfrutar de playas, lugares de veraneo y pueblos mágicos, tal vez porque vivía en uno de ellos y era feliz sin darme cuenta. Vivíamos en medio de una paz idílica al estilo porfiriano. Pero en una ocasión que ignoro cómo se decidió, mi familia y la de mis primos Ortiz, decidieron que pasáramos las vacaciones escolares de fin de año con la familia Dueñas, en la sierra Tarahumara de Chihuahua, donde vivía una de las hermanas de mi mamá.
Mi madre fue la menor de cuatro hermanos: Dolores -mi tía Lola-, fue la mayor y se casó con Antonio Ortiz; después seguía Gilberto, quien se casó con Celia, y Consuelo -mi tía Chelo- contrajo matrimonio con Rigoberto Dueñas.
En aquel entonces, yo andaba en los 15 años y acababa de concluir la secundaria. Las vacaciones escolares anuales transcurrían entre los meses de diciembre y enero, diferente a la actualidad.
Mi tío Rigoberto administraba un aserradero en bosques cercanos a una pequeña población, en pleno corazón de la sierra de Chihuahua: San Juanito, cercana a la llamada Estación Creel. Ese lugar tenía la fama de ser el lugar más frío de la república. En aquel entonces, San Juanito se comunicaba con la ciudad de Chihuahua, la población de Cuauhtémoc, Creel y otros lugares por ferrocarril, carreteras y caminos de terracería, así que un viaje, aún a cercano lugar, se medía en tiempo, no en kilómetros.
La carretera a La Junta, Creel y otros lugares era, en gran parte, el terraplén de lo que estaba destinado a instalar los durmientes y la vía del futuro ferrocarril de Chihuahua a Topolobampo, Sonora, atravesando la Sierra Madre Occidental, una barrera formidable que alberga en su seno a las famosas Barrancas del Cobre, una maravilla natural.
Cabe advertir que ignoraba en su totalidad lo relatado. Teníamos un alborozo debido al viaje: por primera vez en la vida tendríamos vacaciones toda la temporada y con los primos Ortiz y Dueñes, ¡qué más podía pedir a la vida!
San Juanito era, como lo constaté, un poblado maderero. El ferrocarril llegaba hasta ese punto. En diciembre, el frío ya arreciaba y se suponía que para el 24 de diciembre ya el paisaje de verde olivo de los bosques cambiaría al blanco por las nevadas… pero nada. Los Ortiz y mis hermanos anhelábamos la nevada, jamás habíamos visto ese espectáculo.
Por fin, el día primero del año, cuando nos levantamos para ir a misa, estaba nevando. No olvido la emoción al ver caer los copos de nieve. Todo el paisaje se iba “coloreando” de blanco. Aún al paso de décadas la piel se me eriza sólo de recordarlo. Es como si de repente uno pudiera saludar a Dios. No encuentro palabras para explicarlo. He visto nevar en otras ocasiones y la emoción vuelve, pero nunca como la primera vez.
Caminábamos entre pinos a todos lados, viajábamos en trocas, palabra extraña para mí, pues en Acámbaro, cuyas calles estaban empedradas, había pocos automóviles y camiones que circulaban para trasladarse de un lugar a otro. Normalmente lo hacíamos a pie, a caballo o en burro.
Conocí el aserradero instalado en medio de un bosque con maquinaria en el que se asomaban los troncos que se cortaban y se trasladaban a ese sitio y los convertían en tablones de madera que se colocaban entrelazados para que se fueran secando. Se trabajaba con plantas de energía eléctrica que operaban con gasolina.
Después de cesar la nevada, el frío se hacía insoportable. Un día, íbamos en una camioneta pick up. Mis hermanos, mis primos y yo en la cajuela; mi tío Rigo, mi tía Chelo y mi madre en la cabina. En una parada del vehículo, que era constante por las piedras y árboles en el camino, toqué a mi madre y al borde de las lágrimas le dije que no sentía los pies, y que pensaba que me los iban a cortar. No se cómo me hizo un espacio en la cabina y me frotaba los pies y luego mi tío Rigo me dio a pico de botella un trago de vino que no quería tomar, pero me dijo “es medicina”. Sentí fuego, calor por dentro y mis extremidades recobraron la vida.
Mi tío Rigo nos llevó en otra ocasión al terraplén de lo que sería utilizado para continuar la ruta del ferrocarril. Había árboles por todos lados. Perdido en ese mundo, a la vera del camino, estaba un pequeño expendio. Me pareció de risa loca encontrar en la nada un estanquillo que vendía cigarrillos y refrescos (sin hielo, pero fríos). En la puerta se hallaba una propaganda pegada a una pared que convocaba a una carrera pedestre. Salimos de ese negocio y casi al subir a la pick up me regresé a ver la publicidad porque leí que el recorrido de la carrera era de 30 kilómetros, pero no estaba seguro de haber leído bien, y en efecto, no eran 30, sino 300 kilómetros. No quería creerlo, era como tener que correr sin parar por días. Era cierto, los tarahumaras son famosos por esos esfuerzos, corren y en el camino se alimentan de maíz cocinado y de tesgüino, bebida alcohólica que obtienen del maíz fermentado y es fuertísima.
Hace unos pocos días de este 2024, en la televisión transmitieron la noticia e imágenes de tres mujeres tarahumaras que habían participado en una carrera de gran magnitud en los Estados Unidos y obtuvieron galardones.
En esos viajes en pick up, nuestro vehículo circulaba cuesta arriba, despacio, en el terraplén y en medio del bosque nos encontramos a un tarahumara con su indumentaria habitual. Pidió un raid y mi tío Rigo, le indicó, “sube compadre”, y éste abordó la pick up. Iba callado, como era la costumbre de los tarahumaras que ya había conocido en San Juanito. Al rato, una llanta se ponchó y hubo que detenerse y cambiarla. Mientras eso sucedía, el compadre nos dijo a los que íbamos en la cajuela “Ahorita vengo”. Se marchó bajando a paso veloz por la ladera del camino entre el bosque y desapareció. Cuando mi tío y primos arreglaron el cambio de llanta nos dispusimos a reanudar el viaje. Mi tío preguntó: “¿Y el compadre?”, le explicamos lo sucedido. Mi tío movió la cabeza y dijo: “Vámonos, quien sabe a dónde fue y cuánto va a tardar”. Reiniciamos el camino y a poco le tocamos el capacete de la pick up a mi tío. El “compadre” venía a paso veloz subiendo la ladera para llegar. Subió, sin palabras, y seguimos el camino.
Por lo visto, “se hace camino al andar, al andar se hace camino”.
De ese viaje recuerdo el frío, las estufas de leña, el olor de la madera, el aroma de la comida, las Barrancas del Cobre antes de saber que había estado en ellas. Conocí la cascada de Basaseachi y recorrí la sierra Tarahumara cuando aún no era atracción turística. Mis tíos Dueñes nos regalaron dos pequeños perros lanudos, recién nacidos: uno para la familia Ortiz, otro para nosotros. Nos los llevamos a Acámbaro y vivieron más de diez años; nos hicieron felices. A nuestro cachorro lo bautizamos con el nombre de Tohui, que en Tarahumara significa “pequeño niño”. Eso fue antes, mucho antes, de que llegara el oso panda que China obsequió a México para el zoológico de Chapultepec y al que también llamaron Tohui.
En mi corazón, en mi recuerdo, en mi imaginación, viven esas vacaciones inolvidables. Lejos de otras vacaciones que la vida me ha deparado que también están registradas en mi “disco duro”, pero cuando conocí la nieve sentí la presencia del Altísimo y eso no tiene precio.
Posdata: un abrazo a mis cuatro lectores, a cada uno de ellos mi aprecio. Siempre pregunto si me tienen presente, como ustedes en mí.
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