Mi 65 aniversario como abogado

A mi hijo Octavio Alberto

El 20 de marzo de 1959, en el Aula Magna Jacinto Pallares de la Facultad de Derecho de la UNAM, se llevó a cabo mi examen final de la carrera para obtener el grado de Licenciado en Derecho.

El examen estuvo presidido por el ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Don Juan José González Bustamante, presidente de la Primera Sala (Penal) de ese alto tribunal.

Una cadena de eslabones, de incontables seres humanos, tuvieron que unirse para lograr forjar la cadena que permitió que ocurriera ese importante paso en mi vida.



Cuando llegué a este mundo en 1935, gracias a mis padres, enfrenté desde el inicio el problema de sobrevivir. Por razones que ignoro, mi madre no pudo amamantarme y no toleraba alimento alguno, al grado de que apenas contaba con unos 15 días, el doctor que me atendió pronosticó que, dada mi debilidad física, no sobreviviría.

Pero como dijo Yogi Berra, filósofo y catcher del equipo de Los Yankees de Nueva York: "Esto no se acaba hasta que se acaba". Providencialmente, llegó a nuestras vidas, sobre todo a la mía, Águeda Ramos, indígena otomí que en esos días había alumbrado a su tercera o cuarta hija, Imelda, quien pasó a ser mi mamá, mi segunda madre. Arribó a ayudar a mi madre en las tareas del hogar por los siguientes 18 años y pude salvar el pellejo.

Crecí como cualquier otro niño que pudo contar con padres que brindaran afecto y protección. Ingresé a la primaria y, sin saberlo, padecí del síndrome de hiperactividad. Era en ese tiempo, y algunos dicen que incluso hasta la fecha, de una actividad permanente. Me gané una frase que mi madre me asignó, obtenida del personaje de una novela que, por cierto, nunca he leído: "¿Por qué corre Samuelillo?".

Cursaba el cuarto año de primaria y contaba con 9 años, cuando mi maestra y directora llamó a la escuela a mi madre, cuando faltaba poco menos de un semestre, y le informó: "Su hijo es inteligente, pero es inquieto a lo bestia”, bueno, eso de la bestia me lo adjudico yo mismo. Agregó la directora. "A este paso, no va a aprobar el año". Mi madre tomó decisiones drásticas: "Mi hijo no va a venir a la escuela hasta que se regularice, de eso me encargo yo, sólo cuando sea indispensable vendrá cuando usted lo requiera".

Durante casi un mes, me quedé en casa. Pasé las de Caín. Solo tenía contacto con Águeda, que pasó a ser mi carcelera. Repasaba hasta dormido las tablas de multiplicar, los municipios del estado y otros tantos conocimientos que los párvulos de esa edad dominaban. Redactaba en voz alta las tablas, al grado de que Águeda se las aprendió.

El régimen espartano dio resultados. Aislado del mundo, de mis hermanos menores, que se iban a la escuela, sin amigos, me puse al corriente y pude regresar a aprobar. Los eslabones de todos los que me rodeaban me protegieron y salvaron.

Al concluir el quinto año de primaria, pasé de la escuela de la señorita Padilla, que era particular, pero sin reconocimiento oficial de la SEP, a cursar el sexto año en la primaria oficial del Sindicato de Ferrocarrileros. Sentí como si a un cándido cristiano lo arrojaran en la jaula de los leones. Era de los más chicos del salón, compañero de banca —literal— del “Segundo” y del “Minuto”. Tenía compañeros que tenían 16 o 17 años, de todas las clases sociales, algunos ya trabajaban como panaderos, , en como dependientes en tiendas de abarrotes, otros auxiliaban en labores agrícolas y ordeñaban vacas.

Tuve un curso paralelo al escolar sobre la vida misma. Ahí supe que no existían los Santos Reyes, aunque eso era lo de menos. Presencié a compañeros pelearse cuchillo en mano en pleno salón; vi también a un condiscípulo, de los más grandes de edad y corpulencia, apodado el Patotas, propinarle un puñetazo en el estómago al director y maestro del sexto grado, cuando éste lo regañaba, sujetándolo de los pelos. Otro que, ante el regaño desconsiderado del director, le mentó la madre en voz baja, por lo que fue expulsado, igual que el Patotas, sólo por tres días.

En el primer año en que cursé la secundaria, en la única escuela de ese grado que había en mi pueblo, obtuve la segunda calificación más alta de unos 80 alumnos. En el segundo año, cuando tenía 13, descubrí que había mujeres en el mundo y perdí la chaveta. Entré en la adolescencia y puedo dar fe de que es la etapa más difícil de la vida. Saqué de nuevo el segundo lugar, pero esta vez fue de abajo hacia arriba. Mi padre, al ver mis calificaciones, me amenazó: "Si no mejoras, te saco de estudiar y te vas de peón". “Con él no se juega, pensé. Este sí me la cumple". Entonces, me apliqué y terminé como el primero en calificaciones de toda la escuela. Dice el dicho: "El miedo no anda en burro".

Luego pasé a la preparatoria, que apenas iniciaba su primer año. Se fundó como preparatoria por cooperación de nivel Federal, gracias al esfuerzo de un grupo de ciudadanos del pueblo, entre ellos mi padre. Él me atosigaba por saber qué dirección de estudios iba a elegir, yo ya sabía, pero me lo guardé hasta que iba a ingresar. Elegí sociales. No me decidí por matemáticas porque ese asunto no se me daba, tampoco el de biología, porque “la sangre” no me llamaba, aun cuando mi madre quería que fuera médico. Se decepcionó un poco cuando le dije que sería abogado, (sinónimo de abogánster), aunque en un principio quería ser arqueólogo, pero sopesé que no tenía paciencia de estar días y días con un cepillito limpiando piezas prehispánicas.

No me arrepiento de haber elegido ser abogado, por desgracia, la carrera tiene mala fama y lo sé porque lo he constatado: hay colegas mentirosos, abusivos, prepotentes, fraudulentos y ellos salpican a los demás. Decidí abogar por otros, pensar que la ley es la ley y que respetarla es la fundamental regla de convivencia entre los seres humanos.

Hay que considerar que la ley debe caminar de la mano de la justicia, es un arreglo obligado. Ante una ley injusta, se plantea un dilema difícil de resolver: si aplico la ley, puedo obrar injustamente; si aplico la justicia, puedo incurrir en un error, pues ¿quién es el poseedor de justicia?

Este dilema lo planteó Critón, discípulo de Sócrates, cuando en la noche anterior a su ejecución, le propuso a su maestro huir de la prisión, salvar la vida, escapar de una ley injusta o impuesta injustamente. Sócrates, en lugar de huir, discutió con Critón si debía o no debía acatar la ley, someterse a la sentencia a muerte. Concluyó Sócrates: "Si después de casi 70 años he vivido bajo el imperio de la ley y la he cumplido, ¿cómo puedo ahora pedir que no se aplique porque me afecta?" Sócrates permaneció en prisión y tomó la cicuta y cumplió con la ley. Este dilema ya fue resuelto hace 2500 años.

Para concluir, pude llegar a la carrera gracias al Pentatlón, cuyo internado, sección 17, fue mi segundo hogar por unos 6 años, y a la UNAM, porque prácticamente me educó gratuitamente, sólo pagaba $200 cada año, a pesar de que su Facultad de Derecho es una de las más prestigiadas del país.

La cadena, para estas alturas, está compuesta de cientos, o tal vez miles, de eslabones: maestros, compañeros de escuela, administrativos, intendentes y todos aquellos que, en ese tramo de la vida, aún con una sonrisa, contribuyeron.

Cientos, tal vez miles, de anécdotas pueden contarse, será para otra ocasión.

Para concluir, cuando mi hijo me hizo saber que quería cursar la carrera de abogado, le cuestioné: "¿Piensas así porque imaginas que me fue bien en la vida y así te irá a ti?" Estás en lo cierto si esa es tu vocación, si no, estás equivocando el camino.

Insistió, y su elección, fue correcta: es abogado y, para su satisfacción y la mía, un buen abogado, y lo más importante, un abogado honrado. Y eso no tiene precio.

Se cumplió el mandamiento del ilustre jurista Eduardo Couture: "Ama a tu profesión, trata de considerar la abogacía de tal manera que el día en que tu hijo te pida consejo sobre su estudio, consideres un honor para ti que se haga abogado".

Posdata: El síndrome del hiperactivo todavía me persigue, aún corro como Samuelillo. Hoy 20 de marzo de 2024, y mañana, 21, deberé comparecer en calidad de perito grafoscópico y documentoscópico a sendas audiencias orales a defender las conclusiones de mis dictámenes. ¡Ojalá me vaya bien!


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