La novena sinfonía
En el campo de la música clásica, la novena sinfonía de Beethoven es quizá la pieza más conocida y famosa.
Estoy muy lejos de considerarme siquiera un mediano conocedor de géneros musicales y sin ningún atisbo de falsa humildad, me sitúo en la categoría de un simple mortal aficionado. Carezco de habilidades musicales; no canto, no toco, ni tengo aptitudes para llevar ritmo. Aclarado este asunto, la afición por la música clásica se la debo a mi madre.
Recuerdo que era costumbre que mis hermanos y yo, desde que éramos estudiantes de secundaria y preparatoria, pero sobre todo en vacaciones, cuando ya cursábamos carreras universitarias, que leíamos o estudiábamos escuchando música clásica. Teníamos algunos discos de los que se usaban entonces, de 45 revoluciones. Por la comodidad o pereza de cambiar el disco, que implicaba ir a operar el aparato de música, levantábamos el brazo del mecanismo y así, automáticamente se repetía la pieza. Un día, en ese entorno vacacional, después de desayunar, mi hermano Ariel y yo nos encontrábamos leyendo y estudiando, cómodamente instalados, sin percatarnos de que llevábamos tal vez dos, tres o cuatro horas en ese quehacer y escuchando la misma pieza clásica, pues el brazo estaba dispuesto para que no tuviéramos que ir a cambiar el disco. De repente entra mi padre hecho una furia reclamando nuestro infame proceder: "¿Hasta cuándo vamos a estar escuchando lo mismo?" Salté de mi lugar y, como Ariel estaba más próximo al aparato musical, exclamé "¡Ariel, quítalo!" Presto, mi hermano, que no necesitaba consejo, ya había cumplido con esa encomienda, pues conociendo a mi padre, el aparato y nosotros corríamos grave riesgo en nuestra integridad.
Inútil es explicar que en esa ocasión Beethoven se ganó involuntariamente un enemigo peligroso.
Años después, recién casado y con mi hija primogénita en calidad de bebé, la paseaba en brazos, pues ya se había embracilado gracias a sus padres primerizos e inexpertos en el arte de educar a los hijos, y para pasar el tiempo mientras mi esposa salía de compras, escuchaba mi disco favorito a todo volumen. Cuando llegó mi cónyuge, me espetó: "¿Quieres volver sorda a tu hija? Beethoven se escucha desde la esquina".
Como dijo algún poeta, “por los intrincados caminos de la vida”, no se volvió sorda y a cambio cobró gusto por la música clásica.
Treinta años después de este suceso y en nuestro viaje de bodas un poco tardío, mi esposa y yo pudimos ir a Europa y estando en París, por azares del destino, en la iglesia La Madeleine con fachada tipo griego, parecida al Partenón con friso triangular y múltiples columnatas dóricas, anunciaban que se celebraría la novena sinfonía de Beethoven y pude lograr boletos. Asistimos a ese recinto que magnificó, si ello es posible, el concierto.
El pasado domingo 25 de febrero del 2024, con motivo del 200 aniversario de que se estrenó esa sinfonía (la fecha exacta fue el 7 de mayo de 1824), se llevó a cabo un concierto en el Teatro Isauro Martínez en esta ciudad de Torreón y por suerte adquirí con tiempo un lugar en luneta a precio de la tercera edad y sin necesidad de credencial; bastó con ver mi figura maltrecha por los años al grado de que la taquillera, cuando pregunté por una localidad en el mezanine, me cuestionó: "¿Todavía puede subir las escaleras?" En ese momento decidí: "Mejor deme un lugar en luneta”. Para vergüenzas, no gana uno.
Mi hija me hizo hoy el favor de trasladarme al teatro y bromeando, me informó: "Papá, puedes revender tu lugar en internet, una persona ofrece pagar lo que sea por un boleto". Decliné esa oportunidad porque difícilmente, a mi edad, podría asistir a los 250 o a los 300 años en que se celebre este acontecimiento.
En 1824, cuando Beethoven dirigió la magna obra que compuso, ya estaba completamente sordo. A los músicos se les hizo saber su condición y que no hicieran caso de su dirección, que atendieran la partitura. Cuando terminó el concierto, la ovación fue tronadora. Beethoven, sordo, seguía con ademanes dirigiendo, ajeno a su esplendoroso triunfo. Alguien lo tomó del brazo y lo giró hacia el público para que viera cómo estaba entregado a su genio.
Valió la pena asistir 200 años después a seguir ovacionándolo, pues su concierto no sólo es un himno a la alegría, es la comunión del hombre con Dios mediante la música.
Saludos afectuosos a mis cuatro lectores.
Estoy muy lejos de considerarme siquiera un mediano conocedor de géneros musicales y sin ningún atisbo de falsa humildad, me sitúo en la categoría de un simple mortal aficionado. Carezco de habilidades musicales; no canto, no toco, ni tengo aptitudes para llevar ritmo. Aclarado este asunto, la afición por la música clásica se la debo a mi madre.
Recuerdo que era costumbre que mis hermanos y yo, desde que éramos estudiantes de secundaria y preparatoria, pero sobre todo en vacaciones, cuando ya cursábamos carreras universitarias, que leíamos o estudiábamos escuchando música clásica. Teníamos algunos discos de los que se usaban entonces, de 45 revoluciones. Por la comodidad o pereza de cambiar el disco, que implicaba ir a operar el aparato de música, levantábamos el brazo del mecanismo y así, automáticamente se repetía la pieza. Un día, en ese entorno vacacional, después de desayunar, mi hermano Ariel y yo nos encontrábamos leyendo y estudiando, cómodamente instalados, sin percatarnos de que llevábamos tal vez dos, tres o cuatro horas en ese quehacer y escuchando la misma pieza clásica, pues el brazo estaba dispuesto para que no tuviéramos que ir a cambiar el disco. De repente entra mi padre hecho una furia reclamando nuestro infame proceder: "¿Hasta cuándo vamos a estar escuchando lo mismo?" Salté de mi lugar y, como Ariel estaba más próximo al aparato musical, exclamé "¡Ariel, quítalo!" Presto, mi hermano, que no necesitaba consejo, ya había cumplido con esa encomienda, pues conociendo a mi padre, el aparato y nosotros corríamos grave riesgo en nuestra integridad.
Inútil es explicar que en esa ocasión Beethoven se ganó involuntariamente un enemigo peligroso.
Años después, recién casado y con mi hija primogénita en calidad de bebé, la paseaba en brazos, pues ya se había embracilado gracias a sus padres primerizos e inexpertos en el arte de educar a los hijos, y para pasar el tiempo mientras mi esposa salía de compras, escuchaba mi disco favorito a todo volumen. Cuando llegó mi cónyuge, me espetó: "¿Quieres volver sorda a tu hija? Beethoven se escucha desde la esquina".
Como dijo algún poeta, “por los intrincados caminos de la vida”, no se volvió sorda y a cambio cobró gusto por la música clásica.
Treinta años después de este suceso y en nuestro viaje de bodas un poco tardío, mi esposa y yo pudimos ir a Europa y estando en París, por azares del destino, en la iglesia La Madeleine con fachada tipo griego, parecida al Partenón con friso triangular y múltiples columnatas dóricas, anunciaban que se celebraría la novena sinfonía de Beethoven y pude lograr boletos. Asistimos a ese recinto que magnificó, si ello es posible, el concierto.
El pasado domingo 25 de febrero del 2024, con motivo del 200 aniversario de que se estrenó esa sinfonía (la fecha exacta fue el 7 de mayo de 1824), se llevó a cabo un concierto en el Teatro Isauro Martínez en esta ciudad de Torreón y por suerte adquirí con tiempo un lugar en luneta a precio de la tercera edad y sin necesidad de credencial; bastó con ver mi figura maltrecha por los años al grado de que la taquillera, cuando pregunté por una localidad en el mezanine, me cuestionó: "¿Todavía puede subir las escaleras?" En ese momento decidí: "Mejor deme un lugar en luneta”. Para vergüenzas, no gana uno.
Mi hija me hizo hoy el favor de trasladarme al teatro y bromeando, me informó: "Papá, puedes revender tu lugar en internet, una persona ofrece pagar lo que sea por un boleto". Decliné esa oportunidad porque difícilmente, a mi edad, podría asistir a los 250 o a los 300 años en que se celebre este acontecimiento.
En 1824, cuando Beethoven dirigió la magna obra que compuso, ya estaba completamente sordo. A los músicos se les hizo saber su condición y que no hicieran caso de su dirección, que atendieran la partitura. Cuando terminó el concierto, la ovación fue tronadora. Beethoven, sordo, seguía con ademanes dirigiendo, ajeno a su esplendoroso triunfo. Alguien lo tomó del brazo y lo giró hacia el público para que viera cómo estaba entregado a su genio.
Valió la pena asistir 200 años después a seguir ovacionándolo, pues su concierto no sólo es un himno a la alegría, es la comunión del hombre con Dios mediante la música.
Saludos afectuosos a mis cuatro lectores.
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