1940

Tenía 5 años. Mis recuerdos a estas alturas son hermosas, fantasmales, diluidas, pálidas. Mi maestro, Ramón Padilla, era un joven de unos 20 años cuyo sueño se centraba en convertirse en boxeador profesional y llegar a la cúspide de Kid Azteca o del Chango Casanova, ídolos de esa época prehistórica de esa faceta del deporte nacional.

Probablemente debido a la educación de esa época y a la rudeza de los entrenamientos de una incipiente carrera en ese deporte, nuestro mágister conducía su rebaño, de primer año de primaria, a base de coscorrones y amagos uppercut. En el grupo había dos hermanos de carácter revoltoso y de cabeza dura que recibían con cotidiana habitualidad su ración de correctivos. Entre sollozos, frecuentemente decían: “al cabo ya nos vamos a San Francisco Torres Mochas”. En mi mente infantil, este lugar me parecía una especie de paraíso, lejos de las torturas de maestros, ahora sé, improvisados, donde todas las iglesias, únicos edificios con torres que yo conocía, tenían, por causas inimaginables, las torres “mochas”.


Cabe advertir al lector que el origen de la palabra "mocha" se pierde en los laberintos humildes de la lingüística. La conocíamos porque mi pueblo natal, Acámbaro, creció alrededor de la actividad ferroviaria y era uno de los pocos sitios en el país con talleres para reparar máquinas de vapor, carros de ferrocarril de pasajeros y de carga, donde se fabricaban rieles y otros materiales, entre ellos, las llamadas máquinas “mochas” porque el tanque de agua que formaba parte de su estructura no era rectangular sino incompleto, parecido a un trapecio, es decir, cortado, “mocho”.

Así imaginaba que en San Francisco las torres eran incompletas, lo que, sin saberlo, significaba que ni el paraíso es completo.



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