Los objetos y la memoria

La memoria, o capacidad de recordar, resulta ser veleidosa, o más precisamente, olvidadiza. Recordamos sí, pero no todo; eso es imposible. En mi caso, busco conservar objetos que me permitan rememorar hechos, sucesos y personas, al igual que otros lo hacen mediante fotografías o videos. Ahora, hasta la saciedad, vemos que a través de las “inestables redes” circulan todo tipo de fotos y videos que nos informan sobre lo que las personas comen, dónde estuvieron y con quiénes se encontraron, entre otros detalles.

En ese quehacer, conservo el librero de mi primer despacho de abogado. Por el año de 1958 me dediqué a escribir la tesis para recibirme de abogado, gracias a una beca que me otorgó la UNAM para completar mi trabajo excepcional. Alquilé una pequeña oficina en un edificio ubicado en el corazón de la Ciudad de México, en la avenida 5 de Mayo, casi esquina con el Zócalo. Para equipar el despacho, adquirí un escritorio, sillas, sillones y un librero de segunda, tercera o cuarta mano en Nacional Monte de Piedad, cuya matriz aún se encuentra frente al edificio de mi despacho. También compré una máquina de escribir de escritorio marca Underwood, que hoy en día sería considerada un objeto de museo.

Me estrené como profesional del Derecho en ese primer despacho. La experiencia fue breve, entre uno y dos años. La clientela fue escasa, ya que no tenía relaciones sociales, comerciales o profesionales en la Ciudad de México, ni amigos, familiares o compañeros que pudieran promoverme ante posibles asuntos. Además, no contaba con una secretaria, ya que no podía costearla, por lo que me valía de mi destreza en el manejo de la Underwood, habilidad que adquirí gracias a la exigencia de mi padre, quien me hizo asistir a una academia durante mis días de estudiante de secundaria. Esto me dio la oportunidad de trabajar como empleado en un banco durante 3 años, precisamente escribiendo en esa máquina.

En el balance de esta aventura laboral, pude constatar que el éxito económico fue bastante modesto, apenas suficiente para cubrir los gastos del propio despacho, ya que los asuntos que manejé no fueron suficientes. Sin embargo, las experiencias en el campo legal y en la vida compensaron con creces el aspecto económico de ese tiempo. Recuerdo algunos asuntos, de variados (civiles, penales y mercantiles). De ellos, sus personajes casi los ha borrado el tiempo.

Uno de ellos fue interesante, ya que se trató de obtener la libertad preparatoria, posteriormente conocida como libertad pre-liberacional, de una persona condenada a 8 años de prisión por homicidio. Había sido enviado al penal de las Islas Marías. Al cumplir 5 años alcanzó el derecho a ser liberado por buen comportamiento. Fue un proceso más que legal, burocrático, y se resolvía en la Ciudad de México. Finalmente se logró. El cliente, a quien no conocía previamente, vino al despacho a agradecerme junto con su familia en una emotiva entrevista. Le pregunté cómo era la vida en la prisión de las Islas Marías, y su respuesta fue parca, “dura”, muy dura”. No abundó en detalles, sólo quería rehacer su vida. ¡Ah! debo señalar que clientes agradecidos son como el asunto bíblico: cuando Jesús cura como a diez, sólo uno regresa a dar las gracias.

Otro caso fue un divorcio necesario de naturaleza civil, donde representé a la esposa. La disputa con su esposo había derivado a reclamos y violencia verbal, aún en presencia de los abogados de una y otra parte. Si se juntaban cinco minutos, ya estaban peleando. El punto central ya no eran bienes materiales, que había pocos, eran sus tres hijos, siendo la mayor de unos 12 años. La esposa se negaba a que los niños vivieran con él, argumentando que un sobrino joven abusaría de la hija; el esposo a su vez la tildaba de una “cualquiera” y que era ese el ejemplo, según él, que les daría a sus hijos si vivieran con ella. Convenían en que lo mejor era colocarlos en un internado. Me indigné. En ese entonces yo vivía en el internado del Pentathlón, que ni por asomo se parecería al internado al que querían enviar a los hijos. Éstos, finalmente fueron a vivir con los abuelos, y el divorcio se logró, aunque fue un proceso complicado. Quedé escamado de llevar asuntos de ese tipo.

Uno de los casos más difíciles de esa época involucró a un familiar de mi novia, quien luego se convirtió en mi esposa, por fortuna. Se trató de un profesor acusado de cometer delitos de atentado al pudor, es decir, tocamientos, en agravio de tres alumnos de primaria. La Suprema Corte consideraba que, en jurisprudencia, el testimonio de las víctimas, siempre y cuando coincidiera en tiempo y lugar con el acusado, era suficiente, ya que los tocamientos no dejan huella material. Durante el caso se pudo acreditar que lo aseverado por las posibles víctimas no era verosímil ni consistente en detalles del lugar y circunstancias que mencionaban. El profesor alegaba que detrás del caso había disputas sindicales magisteriales. Finalmente, fue absuelto y mantuvo su trabajo y derechos a la jubilación, ya que había acumulado más de 30 años de servicio.

Aprendí gracias a esa etapa que no debía involucrarme emocionalmente en los casos como si fueran mis propios problemas, ya que esto afectaba mi salud y al propio trabajo. También aprendí que no sabía cómo y cuándo cobrar honorarios, y que a veces, una vez resuelto el caso, el cliente ya no quería pagar.

Volviendo a mi querido librero, fiel y silencioso compañero de mis aventuras, cerré el primer despacho, pero él permaneció conmigo mientras trabajé en San Luis Potosí durante 6 meses, en Monterrey durante 4 años y, el resto del tiempo, en tres despachos de Torreón durante 60 años. Hasta la fecha, tanto él como yo recibimos el apoyo que el gobierno otorga a los mayores de 65 años (que no lo entrega el que “tú ya sabes”, aunque él se siente el dueño de ese dinero).

A la fecha sigo asistiendo día a día al despacho y de vez en cuando se solicitan mis servicios de perito en falsificación de firmas, y eso nos causa alegría a él y al de la voz, porque todavía somos útiles, aún cuando de seguro ya no será por mucho tiempo, pero… lo bailado ¿quién nos lo quita?

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