Mi padre
Gracias a los oficios de mi hija mayor, pertenezco a un círculo literario, sin más méritos que mi afición u obsesión, según se le mire, de lector insaciable. En ese grupo, dirigido por mi nieto mayor, se propuso y aprobó abordar la última obra del escritor mexicano Juan Villoro, denominada "La figura del mundo", dedicada a relatos sobre la figura de su padre, el destacado filósofo mexicano Luis Villoro Toranzo, del cual no tenía más noticia que aquella de que existía un libro de texto en la carrera de derecho sobre filosofía del derecho.
Juan Villoro, en el prólogo, explica la dificultad de un hijo al escribir sobre su padre y menciona dos referencias sobre el tema. La primera aparece en la novela "Pedro Páramo", cuando el hijo de éste decide viajar en su búsqueda. La madre, al despedirlo, le dice que cuando lo encuentre le reclame el olvido en que los tuvo, "cóbraselo caro". La segunda es lo que le dijo la hija de dos conocidos escritores a la que tuvo oportunidad de preguntar, en una charla informal, sobre el papel de sus padres en su vida personal. "¿Te hubiera gustado que tus papás se dedicaran a otra cosa?" Y tajante respondió, "me hubiera gustado tener papás".
Juan Villoro no oculta el desapego de su padre de las relaciones familiares, donde sus reflexiones filosóficas lo apartaban del "mundo mundano", empezando por su familia. ¿Cómo escribir y qué decir de un padre con ese antecedente? El reto parece insuperable, pero Juan Villoro adopta en buena parte de su entrañable, ameno e interesante relato, el de un testigo ajeno pero próximo, y así recorre la vida de su padre y la suya propia en el contexto de un filósofo que concibió como interés fundamental encontrar el sentido de la vida.
En medio de la lectura de "La figura del mundo", escuchaba música seleccionada por mi hija mayor y de pronto una canción interpretada por una voz femenina, ya escuchada en otras ocasiones y disfrutada nuevamente, cantaba "Cielito Lindo" y en una de sus estrofas se refería a una linda chinita, pero obviamente no se refería a su posible nacionalidad, sino a su hermosa cabellera rizada, a la que también se le nombra como “china”. De inmediato, como un relámpago, recordé que mi padre trataba a mi madre con ese cariñoso nombre, "mi chinita", quien además poseía unos ojos negros hermosos.
Mi madre era muy agraciada y bella. Apenas contaba con 18 años cuando conoció a mi padre, que rondaba los 40. En esas fechas, mi padre había enviudado y tenía tres hijos, dos varones y una mujer; esta última, la mayor, contaba con unos 14 o 15 años. Además de ser buen tipo, mi padre poseía unos ojos azules de un mirar intenso, capaz de taladrar las rocas.
¿Cómo fue que mi padre conoció a mi madre? Ignoro porque dos seres de tan dispares edades se atrajeron. Desconozco si existió un flechazo instantáneo o si mi padre cortejó a mi madre, como era usual en aquel tiempo, y qué haya pesado en el asunto. Puedo constatar que su vida matrimonial puede calificarse de feliz. Los hijos nunca presenciamos escenas de violencia, ni verbal ni física. Cuando tenían un disgusto, lo llevaban en silencio y lo resolvían en paz. Los hijos y terceros sólo nos percatábamos por su trato monosilábico de sus problemas.
Mi padre era acérrimo enemigo de cualquier violencia física hacia cualquier humano o animal. Tocar a una mujer era impensable. Adolescente, recuerdo que mi hermana me hizo una broma. Entonces, en parte enojado y en parte jugando, la perseguí y le pegué en la espalda. Entonces mi padre me puso una maltratada y reiteró la amenaza de arrojarme del hogar en caso de repetición.
De niño, mi padre me inspiraba temor. Siempre tuvo un carácter hosco, enemigo de expresiones de afecto o cariño. Por su trabajo, salía de la casa muy temprano y regresaba en la noche. Era ferrocarrilero, maquinista de camino, encargado del manejo de máquinas de vapor. Trabajaba para la única compañía ferrocarrilera que había en el país: Ferrocarriles Nacionales de México. De niño casi no lo veía, ni lo quería ver.
Mi madre dirigía el hogar y ella por lo común desempeñó tareas de madre y padre. Pero en sus decisiones, mi padre la apoyaba. La advertencia materna para encarrilarnos por el buen camino le bastaba: "O te corriges o le digo a tu padre".
Cabe advertir que mi padre, durante algún tiempo, fue miembro masón y de ideas, en general, apartadas de la iglesia. En ese asunto, mi madre siempre fue apegada a la religión católica. Sin embargo, vivían en una entente. Mi madre cumplía sus deberes de cristiana con sobriedad y mi padre no se metía en esos asuntos ni en la educación religiosa de los hijos.
Me enteré con el tiempo que, al cumplir la edad para ingresar a la primaria, mi madre se impuso y escogió una escuela laica pero privada. Recién iniciaba la escuela de las señoritas Padilla y allí fui a dar.
Mi padre era bastante rígido en la educación familiar, pues él, a su vez, nacido en 1895, recibió una educación porfiriana. Por ejemplo, no permitía tomar agua al consumir alimentos sino después del último platillo, hasta el postre. Y al llegar a ese platillo se podía conversar, no durante la comida. Estas ancestrales leyes se derogaron cuando ya jóvenes nos fuimos a estudiar fuera de Acámbaro. Al regresar en vacaciones, mi madre fue decisiva para anular esas absurdas reglas, con el argumento de que era la oportunidad de enterarse de lo que hacían los hijos en su etapa universitaria.
Mi padre, contra lo que pueda pensarse, le gustaba la vida social. Tuvo en ese sentido bastante actividad. Formó parte del Club de Leones y fue amigo de médicos, licenciados, comerciantes, políticos, etc. Promovió y encabezó patronatos para establecer en Acámbaro secundaria y preparatoria federales. Una línea de taxis que no prosperó. Fue miembro de comités para promover actividades industriales y, sobre todo, fue el líder sindical de la sección uno del Sindicato Nacional de Trabajadores de los Ferrocarriles Nacionales de México. En sus conflictos, llegó al extremo de armarse con otros partidarios para enfrentar a los líderes charros nacionales.
En su tiempo, existió un líder ferrocarrilero a nivel nacional que era aficionado a la charrería. Seguido portaba vestuario de charro, pero resultó en extremo corrupto. De ahí que el término "charro" se aplicó a cualquier líder sindical corrupto. No comulgó con las ideas de Valentín Campa, a quien tildaba de comunista. Fue de los pocos que se atrevieron en Acámbaro a confrontar a los partidarios de Campa cuando, en el tiempo del presidente López Mateos, encabezó una huelga nacional de ferrocarriles.
Mi padre, a pesar de que cursó apenas la primaria, tuvo interés por la cultura y eso lo llevó a contar con una biblioteca de varios cientos de libros. De su biblioteca, pude leer los 8 libros de la obra de Rubén Romero, autor de "Pito Pérez", "Rosenda", etc. O de A.J. Cronin, "Las estrellas miran hacia abajo", "Las llaves del reino", de Ernest Hemingway, "Por quién doblan las campanas" y "Adiós a las armas", etc.
De honradez acrisolada, cuando le ofrecieron postularse por el PRI para presidente municipal, con la condición de financiar su propia campaña, declinó porque no quería compromisos para costear su campaña. En una ocasión, mi padre logró que uno de sus amigos le obsequiara equipo deportivo para la secundaria federal. El equipo llegó al hogar. Acariciamos la idea de que mi padre me regalara un balón. Le comuniqué mi propósito a mi madre y ella me dijo: "Ni se te ocurra”. Fue suficiente.
Volviendo al libro de Juan Villoro, este refiere que para su padre, lo importante en la vida era la persecución de encontrarle sentido, el ejemplo de vida es lo trascendental y modelos como Gandhi, y de mi parte agregaría Mandela y Martin Luther King son modelos en ese sentido.
Para mí, que me reconcilié con él cuando su vida y vigor declinaban, y los míos iban en ascenso, tuve conciencia de que en buena medida lo que podía lograr se lo debía a mis padres y a su ejemplo.
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