Ya caminas lerdo...
A mi padre, Alberto Orellana Martínez, hoy en su cumpleaños
¡Bueno! Pienso que todavía no llego a ese punto… pero no tardo.
Ello me remite a una canción, de mis favoritas, “Mi viejo”, porque me recuerda a mi padre, quien toda su vida caminó por la vida erguido, con una señoría y personalidad envidiable, sin ostentación, pero imposible dejar de pasar por alto.
Era introvertido, de carácter seco, educado al estilo porfiriano. De seguro su infancia no fue fácil. Desde muy chico, tal vez a los 13 o 14 años, ya tenía trabajo fijo; alrededor de los 15 ya laboraba en calidad de aprendiz en los ferrocarriles, en ese entonces de empresa extranjera. En ese empleo lo sorprendió la revolución. Los trenes y sus operarios pasaban de un bando a otro en la contienda, según eran apresados en el curso de las batallas. Supongo que conservaban la vida porque los necesitaban para utilizar ese transporte tan socorrido en esos convulsos días, lo que no los exentaba del riesgo de morir, pues para detener algún convoy, los tripulantes eran blanco para detenerlos.
Mi padre se casó dos veces. Con su primera esposa, de la que enviudó, tuvo tres hijos: Nidia, Jorge y Tulio; con mi madre, su segunda esposa, cuatro hijos: Miguel Ángel, Martha Susana, Ariel Humberto y yo, el mayor.
A pesar de que mi padre, y también mi madre sólo cursaron la educación primaria, eran asiduos lectores. Mi padre tenía una regular biblioteca, nutrida de novelas de autores destacados como A. J Cronin, Ernest Hemingway, J. Rubén Romero, Bruno Traven y muchos otros.
En ese paraíso de lectura tenían el Tesoro de la Juventud, 20 tomos de cultura universal, historia, arte, ciencia, juegos y pasamientos, etc. A los diez años ya era mi tesoro particular, el placer que me mantenía en sosiego, pues desde niño padecía el síndrome del “ciclón de Pancho López”, y cuando mayor, supe que me decían el abogado acelerado.
Mi padre viajaba continuamente, pues era maquinista de camino, categoría que, en los ferrocarriles, ya nacionalizados, consistía en ser el responsable de manejar la máquina de cada convoy en las diferentes rutas o “corridas”, como en la jerga ferrocarrilera les llamaban, por eso, poco convivimos con él; mi madre era la responsable de nuestro cuidado y educación, mi padre era la imagen de la autoridad, la que nos inspiraba temor, pues por su carácter seco no prodigaba ni caricias ni afecto.
De niño, mi infancia fue feliz, viví en un mundo protegido, nunca me tocaron pleitos o discusiones entre mis padres. Sí me regañaban y llegué a recibir algunas nalgadas o reglazos si me portaba mal, pero no era nada fuera de lo normal. Mi padre era como la espada de Damocles, la amenaza de mi madre si el comportamiento rebasaba los límites. Mi padre, puedo decir que sólo dos o tres veces me dio cintarazos y no guardo ningún trauma por ello, me los merecía conforme a los patrones de la época. Es más, enderezaron mi camino, me enseñaron a valorar y sopesar la forma en que debía conducirme en la vida.
Mi padre, durante años, me inspiró respeto y fue un ejemplo para mí de honestidad y rectitud. No toleraba que se le faltaba el respeto y mucho menos golpes a una mujer, a un anciano o a un niño. De honradez a toda prueba, y tal vez por ello, como después aprendí en la vida, no hizo carrera política, aunque siempre fue líder de sus compañeros ferrocarrileros, pero como abrazaba sus mejores causas, nunca fue bien visto por los líderes charros de su gremio.
A los 47 años de servicio en los ferrocarriles mi padre se jubiló. Entonces, mis hermanos y yo empezamos carrera a nivel superior. En esa época, ya pude entender mejor a mi padre, ya no fue sólo respeto, sino cariño, y por su edad y por su salud me fue delegando responsabilidades respecto de mis hermanos. Esa tarea la hacemos los que en suerte nos deparó ser el mayor de los hermanos.
Como dice la canción que mencioné al inicio de este relato, pasé a ser “la sangre de mi viejo” y “verlo caminar lerdo”.
Ahora, ya llegó mi turno, no soy quien debe juzgar si cumplí con lo que se esperaba de mí, en la balanza quedan mis defectos y virtudes.
Mi padre, durante años, me inspiró respeto y fue un ejemplo para mí de honestidad y rectitud. No toleraba que se le faltaba el respeto y mucho menos golpes a una mujer, a un anciano o a un niño. De honradez a toda prueba, y tal vez por ello, como después aprendí en la vida, no hizo carrera política, aunque siempre fue líder de sus compañeros ferrocarrileros, pero como abrazaba sus mejores causas, nunca fue bien visto por los líderes charros de su gremio.
A los 47 años de servicio en los ferrocarriles mi padre se jubiló. Entonces, mis hermanos y yo empezamos carrera a nivel superior. En esa época, ya pude entender mejor a mi padre, ya no fue sólo respeto, sino cariño, y por su edad y por su salud me fue delegando responsabilidades respecto de mis hermanos. Esa tarea la hacemos los que en suerte nos deparó ser el mayor de los hermanos.
Como dice la canción que mencioné al inicio de este relato, pasé a ser “la sangre de mi viejo” y “verlo caminar lerdo”.
Ahora, ya llegó mi turno, no soy quien debe juzgar si cumplí con lo que se esperaba de mí, en la balanza quedan mis defectos y virtudes.


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