Acámbaro
El centro de las Galaxias, el agujero negro del universo, el principio del Big Bang: ese es Acámbaro. Para los neófitos, "océano" los ignorantes, es si acaso, un pequeño pueblo perdido en el estado de Guanajuato (no Michoacán, por favor) primera Villa fundada por españoles en este estado en 1526.
Como toda población que se precie fundada por españoles, presenta un trazo de calles en cuadrícula, con calles estrechas a medianas de manzanas con 200 m por cada lado, de pocas casas. Cada una cuenta para su ingreso con un enorme portón, comedor de acceso, cuartos enormes, techos de 4 o 5 m de alto, con dos o más ventanales y balcones a la calle, un patio exterior de las habitaciones que se alineaban comunicadas en su interior con un patio. También corral para aves, puercos, a veces algún caballo, burros o vacas, y al fondo, un huerto de árboles frutales.
Nací en una
de esas casas en 1935, cuando Acámbaro tenía una población que rondaba en los
10 a 15 mil habitantes. Acámbaro significa "lugar de magueyes", un
contrasentido pues ya casi no había, sin embargo, en las barriadas del pueblo
existían unos pocos expendios de pulque porque para cierto sector era una
bebida popular. En una cantina y pulquería, de las más grandes y ruidosas, "La
gran tuerca", tocaban música a todo volumen desde mediodía. La recuerdo,
pues a la salida de la escuela p
rimaria a la que asistía tocaban frecuentemente
"barrilito, barrilito cervecero..." muy en boga por esos años.
Además, había un vendedor ambulante de pulque, "Chente", que iba por
las calles con un burro cargando depósitos de pulque, alimento espirituoso y
nutritivo. "Chente" era una anécdota viviente: pregonaba su
mercancía con un grito agudo y prolongado "Hay pulque...e...e...", y
no faltaba algún malora que intentándolo gritara: " tiene
agua...a...a" a lo que "Chente", encolerizado, respondía
"Tu madre, hijo de p...", todo un ritual en medio de las
risotadas.
Las calles del centro de la población estaban empedradas. Las banquetas eran de todos los tamaños y proporciones: a veces angostas, medianas o anchas, algunas casi a ras del empedrado, otras altas de medio metro o más, dependiendo del lugar. Esto era, pues cuando llovía, que era seguido entre mayo y septiembre, las calles se convertían en ríos. Inclusive en algunos lugares colocaban tablones para pasar de calle a calle, o había hombres que por alguna moneda te pasaban cargando de orilla a orilla.
Cuando ya convertido en un adulto joven leí la novela "Cien años de soledad" y pude enterarme de la existencia de Macondo, pueblo mágico y surrealista, pensé: "Acámbaro es mejor, pues no es un pueblo mágico imaginario sino real". En Acámbaro cada hora la marcaba el reloj del campanario de San Francisco, iglesia principal, pues el tañido de la campana lo hacía saber. En ocasiones llamaba a misa vespertina, no a las 6 de la mañana, sino a las 4:00, y los despistados que acudían huían despavoridos con el padre que salía a ofrecer esa misa estaba descabezado; o cuando no faltaba quien aseguraba que a medianoche descendía del Cerro del Toro, elevación que domina la población, un toro bravo que embestía a la ocasional persona que esas deshoras circulaba por la calle.
No se diga de la "Condesa", que en noches oscuras como "boca de lobo", deambulaba por el centro de la población reclamando venganza contra el "Conde", quien la había asesinado por celos infundados. Los velorios, como a tantos a los que acudí, eran motivos para relatos de aparecidos, fantasmas y seres de ultratumba. Me tocó vivir de Infante ser aterrorizado por el "Coco", personaje infernal dedicado a perseguir niños por real o supuesto mal comportamiento, a mí inclusive, a pesar de que desde pequeño me apodaban "Coco", pero porque de bebé casi no tenía pelo en la cabeza, como el personaje "Cocoliso", sobrino de Popeye, de una famosa tira cómica de esos tiempos. Supongo que esa fue una premonición, pues ya en mi tercera edad he recuperado el derecho a ese apodo.
A los 7 u 8 años, mi madre, me mandaba los sábados al catecismo para prepararme para recibir al Señor en la comunión. En esas jornadas sabatinas no faltaban maloras que molestaban a los "niños buenos", o sea que también había "bullying", pero éste era parte de la vida. Tengo presente una ocasión en que nos visitó mi sobrino Carlos, hijo de mi medio hermano Jorge, que era casi de mi edad y que nos visitaba en esas fechas, pues radicaba en la Ciudad de México. Ya había fallecido su padre en un accidente aéreo, y supongo que fue a convivir unos días con su abuelo, o sea mi papá, lo cual supongo que era "Misión Imposible", no sólo por el abismo generacional, alrededor de unos 40 años, sino al carácter reseco de mi padre. Volviendo al catecismo, Carlos, que venía de la capital, presumía su condición mundana frente a los pequeños "bárbaros", cosa que posiblemente molestó a algunos de mis coterráneos que lo retaron a golpes. Allí fue que mi sobrino se "arrugó", y yo tenía día a día instrucciones de que mis hermanos y en este caso él, eran mi plena responsabilidad, lo que incluía regaños y alguna sanción física si no entregaba debidas cuentas. Así que a mí me tocó el pleito. Al final, después de cruces de golpes, sin vencedor ni vencido, nos retiramos con nuestro orgullo más o menos intacto.
Muchas casas tenían habitaciones, patio trasero, corral y a veces hasta huerta. Con ese enorme paraíso en realidad salíamos poco. Después de la escuela, el corral era mi pasatiempo favorito.De niño recorría el pueblo solo, pues no había peligro. Prácticamente todos conocían a todos y cuidaban a los hijos ajenos como propios. Un día, tendría unos 9 años, me aventuré a ir hasta "La Soledad", uno de los barrios más apartados de la ciudad, que rodea la Iglesia de la Soledad, llamada en honor de la Virgen de mismo nombre. Una pequeña iglesia con la Virgen en su vestimenta de dolorosa, y su recinto casi siempre solo. Mi curiosidad de ir era que se trataba de un barrio de alfareros, y tenía curiosidad de ver cómo se fabricaban los ladrillos y los cocían. Se hizo tarde y regresé cuando las sombras invadían al poblado. No sé si porque me entró miedo, o porque me angustié, pero sólo sé que llegué a casa, corrí, y mi madre estaba sentada leyendo. Me lancé a sus brazos y lloré. No me regañó, me estrechó, y la paz y la armonía del mundo volvieron, todo recuperó su lugar. Jamás he olvidado ese momento, no importan los casi 80 años transcurridos.
Y aún
hay más, pero como dijo la tía, esas son otras historias.... se las debo.
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