Papelitos hablan (parte 2)
II
DOCTORADO
Desde 1994 hasta el presente, 2020, me han invitado en varias ocasiones a dar clases en diplomados y en el nivel de maestría de Derecho Penal, en la Universidad Juárez de Durango, y en la Autónoma de Coahuila. Por ese motivo viajaba a las ciudades de Durango y Saltillo, respectivamente.
En el 2000, en la Facultad de Derecho de la Universidad Juárez del Estado de Durango, se reiniciaron los cursos para el grado de doctor, y su director, el ahora Dr. José de Jesús Quiñones Ruiz, quien había sido uno de mis distinguidos alumnos en la maestría, me insistía en que ingresara. Al principio me resistía, pues había que asistir todos los fines de semana (viernes por la tarde y sábado en la mañana), lo que implicaba salir de Torreón el viernes a las 12.00 horas, llegar a Durango, comer rápido e ir a clases, dormir y al día siguiente asistir a los cursos y regresar a Torreón al filo de las 15 horas. Además de lo que implicaba viajar, tenía el problema de que en ese tiempo me desempeñaba como director del Instituto Superior de Estudios de Seguridad Pública del Estado, con sede en Matamoros, Coahuila. El obstáculo más problemático era mi edad, pues ya contaba con 65 “primaveras”, y me inquietaba el aforismo “chango viejo, ya no aprende maromas nuevas”.
Finalmente pudo más mi interés en lograr el grado de doctor. Un escalón que se me antojaba difícil de alcanzar, por el tiempo que exigía obtenerlo, y no sólo el de asistir a clases, sino lo que implicaba estudiar en forma intensiva y redactar los trabajos de investigación para aprobar.
Nos inscribimos tres alumnos de la ciudad de Torreón para el doctorado. Éramos la “Legión Extranjera”, pues salvo nosotros, y otro compañero que viajaba desde San Luis Potosí, los demás radicaban en la ciudad de Durango.
La primera clase la impartió el Dr. Jaime Cárdenas Gracia. Excelente maestro, a mi juicio, el mejor que tuvimos. Había obtenido, si mal no recuerdo, su doctorado en España. Gracias a él nos fuimos familiarizando con insignes juristas, como Atienza, Ferrajoli, MacCormick, Zagrabelsky, etc. Su generosidad y trato afable, hizo de nosotros, de mí en particular, uno de sus “fans”. No solamente nos dio a conocer horizontes insospechados, sino que despertó nuestra curiosidad de aprender más allá de la letrística de la ley, penetrar en secretos que maravillan, como el asunto de la problemática de la interpretación de los “casos difíciles”, de la interpretación de principios y reglas, de la aplicación de normas derivadas de la convencionalidad, y de múltiples aspectos que poco a poco se han hecho materia en nuestro país en resoluciones de la Corte y Colegiados, que en ese tiempo eran poco conocidos.
Puedo decir que a pesar del ajetreo que significó el periodo 2000 al 2002, estos han sido, en lo académico, en lo humano y en el terreno de la amistad, una de las épocas hermosas de mi vida. Si tuviera que elegir, no dudaría en cursar de nuevo, con esos maestros, y compañeros inolvidables, y con aquellos con quienes formamos aquellos pequeños núcleos en el difícil mundo del estudio al más alto nivel, y así pasar a formar “banda de hermanos” y amigos para toda la vida.
Hay recuerdos que no merecen dejar constancia, pues nunca faltan “prietitos en el arroz”, pero en la memoria perduran aquellos que pasaron a forjar una de las etapas más memorables de nuestras vidas.
Del maestro Jaime Cárdenas recuerdo: “Ser doctor es una responsabilidad, su grado de estudios exige opinar con la sabiduría de quien ostenta ese grado. Ya no pueden tomar la palabra y exponerse de manera irreflexiva. La comunidad espera el juicio severo, certero y prudente”. (No lo he descrito exactamente, y espero que mi maestro no me reproche un posible error en su consejo).
Un catedrático de apellido similar al de un baladista de los años sesenta, cuyo desempeño, para mí era deficiente, y al que cometí el error de enmendarle unas dos veces equivocaciones a referencias históricas, se rodeó durante el curso de su materia de un grupito de alumnos aduladores. En una ocasión encargó un trabajo por escrito que tomó en cuenta para la calificación de la materia. Al final obtuve 8, mínima aprobatoria, resultado de un 7 en el trabajo escrito y un 9 en el desempeño de clase. Uno de mis amigos de banca estaba indignado y me reclamó: “¿qué no vas a protestar? ¿cómo es posible que te hayan puesto 7, cuando en todas las materias has obtenido 10, y en cambio su “ronda” de alumnos que son su comparsa, tienen 9 o 10, cuando en las demás materias, apenas salen aprobados?
En realidad, ya había observado esa posible injusticia, pero habiendo aprobado la materia prefería olvidar y dedicarme a las materias que faltaban. Pero mi amigo no cejaba “Es una injusticia, no te puedes dejar”.
A su insistencia, acudí al reglamento del postgrado de la facultad. Uno de sus artículos regulaba que, en caso de inconformidad con el proceder de algún maestro, como en la evaluación o calificación, se podía hacer valer un recurso ante el consejo del Postgrado. Así, interpuse el recurso. Poco tiempo después el consejo, sin estudiar el trabajo, declaró sin ningún fundamento que no había materia que estudiar. Me asombró que el consejo del postgrado, integrado en su totalidad por abogados, representantes de la dirección, de los catedráticos y de los alumnos, hubieran llegado a esa peregrina respuesta.
Contra esa resolución no cabía recurso… salvo el amparo. En el litigio ya me había enterado que, por excepción, las universidades podían ser señaladas como autoridades responsables de actos violatorios de garantías constitucionales, y puestos en ese camino, promoví amparo contra la resolución del consejo del postgrado.
El director del postgrado, que era a su vez alumno, colocado en medio de la refriega, opinaba que el catedrático no me había evaluado correctamente, pero otro consejero, un influyente miembro del consejo, inclinó la balanza para desechar el recurso. Este consejero, después por interpósita persona, me pidió que me desistiera del amparo. No encontré en su petición motivos o razones para hacerlo y el asunto siguió. El juez de distrito, al que le tocó el asunto, lo resolvió concediéndome el amparo y el consejo del postgrado, tuvo que estudiar la impugnación, y se corrigió la calificación de 7 a 9. No obtuve 10 porque me equivoqué al referirme a un jurista mexicano muy conocido “Eduardo García Máynez”, pues lo hice bajo el nombre de “Gabriel García Márquez”. Seguramente en el sistema electrónico de mi cerebro, nombre y apellidos del distinguido escritor colombiano, Nobel de Literatura, pesó más que los del jurista mexicano.
En fin, aprendí más en materia de amparo, que lo que había aprendido en la licenciatura, pero ello no dejó de ser un desperdicio de horas de trabajo de los miembros del consejo de postgrado y del personal del juzgado de distrito, todo por una calificación. Lo que pasó, como suele suceder, una pequeña ofensa termina por crecer a una disputa de principios. Supe después que el profesor de la materia, al saber de la promoción del amparo, ofreció corregir su calificación a 10, pero ya el tren iba caminando. Supongo, que prevaleció el asunto de “principios”, o de “egos”, según el prisma con el que se vea este incidente. De seguro, este precedente quedó para la historia.
La última materia del doctorado estaba destinada a la elaboración, aprobación e investigación del tema de tesis elegido por cada doctorando, o sea, el periodo en que se es nombrado “candidato a doctor”, que algunos utilizan en aras de presumir que ya cursaron las materias de doctorado. No me imagino que, al concluir una licenciatura, podamos ostentarnos como “candidatos a licenciado”. En fin, la vanidad puede ser que demande su lugar.
En mi caso elegí como tema de investigación un asunto que desde la época en que me había desempeñado como juez penal me intrigaba. Esta cuestión se refiere al momento que en que debía dictarse sentencia en un proceso penal, en el supuesto de que se hubiesen demostrado los elementos del tipo penal y la plena responsabilidad del acusado. Me angustiaba el poder determinar en justicia, dentro del mínimo y máximo de la pena de prisión prevista en la ley, cuál era lo “justo”, pues al final de cuentas el derecho tiene razón de existencia si por ese camino se logra impartir justicia. Por ejemplo, si la pena de prisión prevista en la ley oscila entre 7 a 40 años, ¿cuál será, en justicia, lo que para el caso particular corresponde? ¿serán 8, 15, 20, 30 o tal vez los 40, la máxima? No estamos hablando de números, sino de vida en prisión. Lo peor, salvo la muerte. La ley ofrece parámetros como la edad, el grado de instrucción, los motivos, el beneficio obtenido, el perjuicio causado, la posible relación entre victimario y víctima, etc.; sin embargo, es obvio que la ley no señala si en el caso particular, la escasa instrucción se pueda tomar como un factor a favor, por considerar que esa carencia es un indicio de su condición social de pobreza, pero también puede tomarse como un indicio en contra, si se trata de una persona con nivel de estudios profesionales, aun cuando esta calidad no intervino directamente en la comisión del delito, pero por su mayor instrucción podía esperarse más exigencia en ajustar su conducta a las reglas del derecho. En ese supuesto cada uno de los parámetros plantea problemas para justipreciar si operar a favor o en contra, y todavía más, en qué grado.
Para el procesado que, privado de su libertad, lleva contabilidad día a día del tiempo en la cárcel, un día, un mes, un año, más o menos en el marco del arbitrio judicial es de capital importancia. En términos generales, mi preocupación en esa investigación era indagar si existía algún principio, regla o método que pudiera servir al juez para imponer una pena de prisión que fuese justa.
Comprenderán el dilema al que se enfrenta el juez. Por eso, en la tesis de doctorado escribí: “El juez es el hombre al que le tocó jugar a ser Dios, a decidir el destino de otros hombres, cuándo sólo es aprendiz de brujo”.
Siguiendo el consejo de mi compañero de banca, Jesús, designé como directora de tesis a la Dra. Velia Barragán. Afortunada elección, aunque si bien la especialidad de la doctora no era lo penal, me dio consejos que me fueron muy provechosos. Inclusive, cuando la tesis superó el límite máximo de las 300 cuartillas, fue la que encontró la solución (una encuesta dejó de ser parte de un capítulo y pasó a ser anexo). Más aún tuve el honor de que fuera la presidenta de los sinodales de mi examen profesional.
Durante la investigación sobre las pautas o criterios para determinar la individualización de la pena, encontré en la literatura (poca) sobre el tema, varias directrices, desde aquella muy empírica de que el juez según ve al sapo “le tira la pedrada”, o en otras palabras, “a ojo de buen cubero”; hasta una, denominada de los “once grados”, que en pocas palabras toma en cuenta mínimo y máximo de pena y obtiene una media, luego esa media pasa a ser el índice hacia abajo y se suma mínima y media, o hacia arriba y se suma media y máxima, y así, hasta obtener once grados, y el Juez debe valorar el grado que considere aplicable y correlacionarlos con aquellos índices que la ley marca argumentando con criterio razonado porqué la pena aplicada es la adecuada.
Al paso del tiempo, y después de que la tesis doctoral fue publicada por Porrúa, algunas veces, jueces y abogados, me han comentado la utilidad de aplicar el llamado método de los once pasos. Con eso la investigación cumplió su misión.
Concluida la tesis, todavía tuve que librar otra “pequeña” batalla, pues rehusé a un sinodal que se me había designado, considerando que para él la tribuna del examen era para su lucimiento personal y no para escudriñar si el sustentante cumplía con las exigencias académicas para aprobarlo.
La ceremonia del examen, para obtener el grado de doctor en la Universidad Juárez del Estado de Durango, parece de un guion de película medieval. La sede en donde se llevó a cabo el examen es un señorial edificio de tipo colonial, lo que en tiempo pasado fue el atrio de un convento religioso en el corazón de la hermosa ciudad de Durango. Un edificio de dos plantas. En la planta baja hay un amplio jardín con una fuente circular de cantera al centro, amplios corredores de techos altos con una serie de arcadas a lo largo de esos corredores. En uno de sus lados, en las habitaciones con acceso a uno de esos corredores, se encuentran las oficinas del rector de la universidad. En el lado opuesto, la sala de actos con alfombra, butacas en niveles, paredes revestidas en fina madera y un estrado de muebles dignos de un palacio de la Nueva España.
El día del examen, a la hora señalada, para iniciar el evento resuena una campana doblando con un repiqueteo lento y acompasado que marca el ingreso de los sinodales del examen, quienes acceden al pasillo partiendo de las oficinas del rector, ataviados con toga y birretes, marchando hacia la sala de actos a través del amplio corredor, seguido del aspirante en traje normal, a cierta distancia, como una especie de condenado al patíbulo.
El público, familiares, amigos y curiosos son testigos de este singular protocolo. Ya instalados en la sala de actos, se procedió al examen y después de unas dos horas de interrogatorio, los asistentes, sustentante y público fuimos desalojados, como está reglamentado. Los sinodales deliberaron a solas, y después de un rato, volvimos a la sala y se emitió el veredicto. Aprobé, y por fortuna con mención honorífica. Otro “papelito” para la egoteca.
De ahí, nos trasladamos a comer a un restaurante de nombre “Tierra y Mar”. Yo me sentía, al lado de familia y amigos, precisamente en el cielo, más allá de la tierra y del mar. La pasamos de maravilla. Mi esposa, y dos eficientes jóvenes laguneras, estuvieron detrás de la logística del convivio y todo marchó como lo planeado.
La pasamos de gloria. No olvido la fecha, el 7 de diciembre del 2002, y con él, dos años de intenso trabajo intelectual, de volver a las aulas, de rememorar la juventud lejana cuando estudié la licenciatura. De volver a ser compañero de banca, de forjar amistades con la “banda de hermanos”; la que perdura por fortuna hasta la fecha.
Después de escribir las anteriores líneas, me acabo de enterar que el director del Instituto Federal para Devolver al Pueblo lo Robado, el doctor Jaime Cárdenas Gracia, recién renunció a su cargo en un acto de congruencia con lealtad a los principios de ética, justicia y legalidad, particularmente en contra de la corrupción. Que ante esta conducta el poder presidencial se atreva a menospreciar a uno de los mejores ciudadanos de este país, nos hace pensar que estamos en serias dificultades.
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