La corbata

Opinar sobre cuestiones que impliquen a la política o a la religión es desatar discusiones donde afloran nuestros prejuicios, nuestras fobias, nuestro dogmatismo, y ello implica abordar la separación de quienes participan activa o pasivamente en la divergencia de aquellos que consideramos la “realidad” o la “verdad”.

En ese contexto cuenta en buena medida el estrato económico, social y cultural de la familia en el que cada quién se desenvolvió, sobre todo en la infancia y adolescencia, pues ese bagaje usualmente marca para la vida futura.

Tengo un amigo entrañable que conocí cuando nuestros respectivos núcleos familiares se encontraban en formación, teníamos un poco más de treinta años. En ese entonces convivíamos con nuestras esposas e hijos cuyas edades fluctuaban entre los 4 y los 9. Nos desempeñábamos como empleados de nivel que podía calificarse de profesional. En las reuniones llegábamos a discutir en términos acalorados sobre nuestros modos de ver el mundo, especialmente el laboral, al grado de que mi esposa, sensatamente, me hizo ver que, si quería que nuestra relación amistosa perdurara, debía evitar los temas de política, laborales o religiosos.

Trataré de explicar una de esas situaciones que produjeron agrias discusiones.

Mi amigo me contó una anécdota. Cuando recién comenzó su vida laboral, había ingresado a un corporativo que exigía que su personal usara atuendo “adecuado”, mínimamente camisa y corbata. En una ocasión, uno de los empleados acudió a laborar sin corbata, porque al concluir la jornada acudiría a un juego de futbol americano Poli-UNAM. Al ingresar al edificio en el que estaban ubicadas las oficinas del corporativo, se topó en el elevador con un ejecutivo que lo requirió ¿y tu corbata? El empleado explicó el por qué. El ejecutivo le dijo: “Mira, regrésate a tu casa, te pones la corbata y yo hablo con tu jefe y justifico que vas a llegar tarde, ¿qué te parece?”. Obviamente el empleado marchó a su hogar a colocarse la corbata. Cuando llegó a su oficina, su jefe inmediato le informó que su tardanza estaba justificada y le entregó un paquete envuelto de regalo y le dijo: “Te lo mandó el jefe”. El regalo consistía en una corbata.

Para mi amigo, el comportamiento del ejecutivo era un despliegue elegante de educar a un empleado sobre el cumplimiento de las normas de trabajo. A mí, en cambio, me parecía un trato prepotente y clasista, preocupado más por las reglas exageradas de apariencia, y no por la dignidad de su empleado. ¿Acaso no hubiera sido más apropiado dejarlo arribar a su trabajo y luego hacerle llegar el presente a su puesto?

A la distancia, ahora, después de casi 50 años de que ocurrió esa discusión, me sonrío del asunto que provocó nuestras diferencias de opinión.

Cabe agregar que mi amigo pensaba que las injusticias laborales que de joven había padecido, debía inferirlas a sus subordinados, porque era una forma inmejorable de “educación”. De mi parte eso me parecía reproducir exactamente un patrón de conducta de menosprecio, de infligir humillaciones, malos tratos o abusos, sólo porque ahora se tiene el poder que en otro momento tuvieron otros que te las infligieron. Pienso que es importante exigir lo justo, pero los subordinados son personas a quienes se debe tratar como dijo Confucio: “No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”.
Para mi amigo, el mejor presidente de México había sido Díaz Ordaz: por su rectitud, su firmeza ante los retos, el acatamiento del principio de autoridad. A mí me parecía que la figura presidencial más respetable era Benito Juárez, porque pudo imponer la división Estado-Iglesia en un marco de las leyes de Reforma.

A la fecha, mi amigo y yo seguimos pensando en formas muy distintas, pero la amistad perdura y sus hijos y mis hijos ya formaron sus respectivas familias y se abren paso en la vida, todos ellos profesionistas, buena herencia que les hemos podido legar.

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