85 años
Nací el 6 de mayo del lejano año de 1935, en la ciudad de Acámbaro, Guanajuato. Mi madre me contó que apenas vislumbré el mundo, mi llanto no paró en días: por lo visto, estaba mucho mejor en su vientre. El alimento, leche materna -o lo que fuera, pues no lo sé- no lo toleraba. Mi madre desesperaba, pues de seguro es un tormento ver a tu primer hijo desfallecer por nutrición, pero eso sí, no paraba de gritar. Los médicos, como suele pasar cuando el problema se les sale de las manos y preparando excusa para un desenlace funesto, le anticiparon a la autora de mis pocos días: “si no logra tolerar alimento, puede morir”, admonición fuera de lugar, pues era obvio que nada bueno se presagiaba.
Como estoy aquí y escribiendo para contarlo, sabrán que sobreviví. Supongo que en la angustia apareció una posibilidad: quizá se le ocurrió a mi madre, o por consejo de mi padre, o por solidaridad de la familia o amigos cercanos, se lanzó a la caza de una nodriza que hubiera dado a luz recientemente y que estuviera amamantando a su creatura. De encontrarla, le pedirían que se hiciera cargo del advenedizo que lloraba sin cesar. Así llegó a mi vida Águeda Ramos, india otomí, originaria de Coroneo, Guanajuato, un municipio que todavía -casi una centena de años después- poco ha avanzado en lo económico. Incluso, algunos guanajuatenses ignoran que es un municipio de su estado.
Águeda ya tenía varios hijos: Ana, Tere, Francisco y la recién nacida Imelda, mi hermana de leche. Gracias a Águeda salí adelante, y por ello mi agradecimiento eterno para quien convivió en la casa de mis padres hasta que cumplí los 18 años. Después, con cuatro o cinco hijos más de los que ya mencioné, emigró por mejores horizontes a la ciudad de México, al mismo tiempo que yo lo hice para estudiar Derecho en la UNAM.
Águeda siempre llamó “niña” a mi madre, y además de nodriza, por años, en la ausencia de mis padres -que pocas veces ocurrió- ella era la autoridad en el hogar. Pasó con todo derecho a ser parte de la familia y siempre me tuvo un especial cariño, fue mi segunda madre. Cuando tenía dos o tres años me llevaba al mercado, era “marchante” de vendedoras de verduras, con varias de ellas se hablaba en su lengua otomí, y me platicaron años después, que eran dadas a “esconderme” entre sus puestos para jugarle bromas, y cuando se alarmaba porque no encontraba “a su niño”, se reían de su cara de apuro. Era una delicia oírla hablar en su lengua cantarina e incomprensible.
Cuando llegué al mundo, mi madre tenía entre 19 y 20 años. Fui su primer hijo, mi padre tenía alrededor de 40 años y era viudo, así que en al principio de su vida en común, los tres hijos de su primer matrimonio eran familia: Nidia, que ya tenía unos 16; Jorge, de unos 15 y Tulio, de 14. Después de algunos años, me enteré que Nidia no llevaba una buena relación con mi madre: supongo que en ello influyó bastante que ambas eran cercanas en edad.
Mis hermanos permanecieron unos dos o tres años después de que emigrara Nidia. Jorge se inscribió en el Colegio Militar e hizo carrera, pues concluyó siendo piloto de la Fuerza Aérea Mexicana. Y Tulio vivió un poco más con nosotros. Él fue quien me apodó Cocoliso, debido a que casi no tenía cabello a mis escasos meses de edad. En esa época, el periódico publicaba una tira cómica conocida como Popeye, un ex marino que fumaba pipa, tenía una novia flaca llamada Rosario y un sobrino, recién nacido, que siempre aparecía vestido con un mameluco. Este bebé sólo tenía en la cabeza un largo cabello y se llamaba Cocoliso. Toda la vida Miguel Ángel, Martha Susana y Ariel Humberto -mis hermanos- me han llamado Coco y así lo hicieron mis padres. Y cuando nacieron mis nietos, y batallaban para nombrarme abuelo, los acostumbré a decirme así, al grado de que en una ocasión, a dos de mis nietas les preguntaron en su escuela por sus abuelos, y dijeron que ya no tenían a ninguno, pues el padre de mi nuera había fallecido, y ellas no ubicaban que Coco era su abuelo: hubo que aclarar ese mal entendido.
Después del difícil comienzo que tuve en mi nacimiento, a los dos o tres años habría cobrado peso, y existe por ahí, en algún desván, una fotografía en donde aparezco con bucles largos (como de muñeca) vestido de marinero, clásico estilo de un estatus de media clase por los años treinta del siglo XX. A esa tierna edad -contaba mi madre- ya era una amenaza. Todo el día, mientras estaba en pie, no podía estar quieto (ahora sería catalogado como hiperactivo) y todavía me parece recordar que mi madre le gritaba a Águeda: “busque al niño, algo estará haciendo que no se escucha ruido”.
Así era, apenas podía caminar y un patio de pequeñas lozas de barro, en la parte posterior de la casa, fue blanco de mis andanzas. Bañado de sudor, apenas sobre mis temblorosas piernas, me ocupé en levantar, una por una, todas las que pude; otro día tiré la ropa de los tendedores y ya en el suelo, la regué con agua. En fin, así hubo otras.
Por esta hiperactividad mi madre me llamaba Samuelillo, por una novela que por esos tiempos leyó que se llamaba ¿Por qué corre Samuelillo? que nunca leí: supongo que ese personaje adolecía de lo mismo.
Quiero pensar que esa necesidad biológica de querer llevar a cabo todo, a la velocidad del rayo, la atribuyo a la genética, y no a una alteración psiquiátrica. Eso todavía me mueve “el trasero” y a algunos les causa admiración, otros la califican amablemente como defecto. La constante en mí es la disposición a la acción y por ello jubilarme no es una opción. Supongo que el día que ya no pueda trabajar o realizar tareas sencillas es porque -ojalá sea así- el Señor se apiade de ver correr a Samuelillo y se lo lleve a descansar, a no ser que mi paraíso consista seguir en pie de lucha.
De la primaria recuerdo que el recreo era para mí perseguir a otros, corretear para escapar, saltaba de mesabanco en mesabanco, corría por escaleras, escalaba paredes, y no se diga ir tras una pelota, limones utilizados como tales, clásicas pelotas de trapo o cualquier material rodante.
Cuando cursaba el 5° o 6° año de primaria, a la salida de la escuela, me iba a jugar a pleno sol a un llano cercano con los niños del barrio que jugaban descalzos y me admitían sólo si me descalzaba, lo que para mí no era obstáculo, pues para jugar hacía cualquier cosa; además, mi madre siempre me regañaba porque los zapatos no me duraban ni las vísperas. Al llegar a la casa, tomaba mucha agua por el ejercicio que había hecho, y por eso comía poco, al grado que mi salud desmejoró y el doctor dijo que por el agotamiento físico debía descansar un año sin salir de casa, sin escuela. Tuve que “bajarle” al juego y así no perdí el año escolar.
En secundaria, Samuelillo seguía corriendo, en realidad no ha parado, todo lo quiero a paso veloz. En el Pantathlón, donde viví seis años mientras estudié licenciatura en la UNAM, me obligaban, los martes, jueves y domingos a realizar ejercicios militares: marchar, “firmes”, “saludar” y todo aquello que hace felices a quienes adoran “mandar y obedecer”. A mí lo que me gustaba era que seguido ordenaban a “paso redoblado”, “paso veloz”, o de plano a “correr” y eso sí era mi elemento.
Cuando me preguntan cuáles películas me gustan más, digo, “las dulces y tiernas”, aquellas de guerra o de aventuras, donde hay acción o el protagonista pelea, lucha, mata a granel, en fin, donde se la pasa corriendo, ésas son mis favoritas: Apocalipsis, now; El Padrino, Rambo, Rocky, las del 007, y todas las que se refieran a temas históricos o de guerras y conflictos.
Cuando estoy en depresión, lo cual pasa poco, ese fuego interno de “correr” se apacigua, y ahora, con el coronavirus, es lo que extraño, pero gracias al Señor que me manda trabajo y si no, yo lo invento, la voy pasando.
Seguramente esto ya no va a durar mucho, y no me refiero a la pandemia, sino a mi propia vida, pues me sucederá como en aquel mal chiste: unos facinerosos, por divertirse, le inyectaron a un sujeto gasolina en las venas (émulos de Trump) y el interlocutor impresionado preguntó: “¿y qué le pasó?” Y le respondieron: “corrió hasta que se le acabó la gasolina”. Creo que a mi tanque, ya le queda poca.
Reciban un veloz y afectuoso saludo con motivo de mi más reciente aniversario, Octavio Alberto.
Como estoy aquí y escribiendo para contarlo, sabrán que sobreviví. Supongo que en la angustia apareció una posibilidad: quizá se le ocurrió a mi madre, o por consejo de mi padre, o por solidaridad de la familia o amigos cercanos, se lanzó a la caza de una nodriza que hubiera dado a luz recientemente y que estuviera amamantando a su creatura. De encontrarla, le pedirían que se hiciera cargo del advenedizo que lloraba sin cesar. Así llegó a mi vida Águeda Ramos, india otomí, originaria de Coroneo, Guanajuato, un municipio que todavía -casi una centena de años después- poco ha avanzado en lo económico. Incluso, algunos guanajuatenses ignoran que es un municipio de su estado.
Águeda ya tenía varios hijos: Ana, Tere, Francisco y la recién nacida Imelda, mi hermana de leche. Gracias a Águeda salí adelante, y por ello mi agradecimiento eterno para quien convivió en la casa de mis padres hasta que cumplí los 18 años. Después, con cuatro o cinco hijos más de los que ya mencioné, emigró por mejores horizontes a la ciudad de México, al mismo tiempo que yo lo hice para estudiar Derecho en la UNAM.
Águeda siempre llamó “niña” a mi madre, y además de nodriza, por años, en la ausencia de mis padres -que pocas veces ocurrió- ella era la autoridad en el hogar. Pasó con todo derecho a ser parte de la familia y siempre me tuvo un especial cariño, fue mi segunda madre. Cuando tenía dos o tres años me llevaba al mercado, era “marchante” de vendedoras de verduras, con varias de ellas se hablaba en su lengua otomí, y me platicaron años después, que eran dadas a “esconderme” entre sus puestos para jugarle bromas, y cuando se alarmaba porque no encontraba “a su niño”, se reían de su cara de apuro. Era una delicia oírla hablar en su lengua cantarina e incomprensible.
Cuando llegué al mundo, mi madre tenía entre 19 y 20 años. Fui su primer hijo, mi padre tenía alrededor de 40 años y era viudo, así que en al principio de su vida en común, los tres hijos de su primer matrimonio eran familia: Nidia, que ya tenía unos 16; Jorge, de unos 15 y Tulio, de 14. Después de algunos años, me enteré que Nidia no llevaba una buena relación con mi madre: supongo que en ello influyó bastante que ambas eran cercanas en edad.
Mis hermanos permanecieron unos dos o tres años después de que emigrara Nidia. Jorge se inscribió en el Colegio Militar e hizo carrera, pues concluyó siendo piloto de la Fuerza Aérea Mexicana. Y Tulio vivió un poco más con nosotros. Él fue quien me apodó Cocoliso, debido a que casi no tenía cabello a mis escasos meses de edad. En esa época, el periódico publicaba una tira cómica conocida como Popeye, un ex marino que fumaba pipa, tenía una novia flaca llamada Rosario y un sobrino, recién nacido, que siempre aparecía vestido con un mameluco. Este bebé sólo tenía en la cabeza un largo cabello y se llamaba Cocoliso. Toda la vida Miguel Ángel, Martha Susana y Ariel Humberto -mis hermanos- me han llamado Coco y así lo hicieron mis padres. Y cuando nacieron mis nietos, y batallaban para nombrarme abuelo, los acostumbré a decirme así, al grado de que en una ocasión, a dos de mis nietas les preguntaron en su escuela por sus abuelos, y dijeron que ya no tenían a ninguno, pues el padre de mi nuera había fallecido, y ellas no ubicaban que Coco era su abuelo: hubo que aclarar ese mal entendido.
Después del difícil comienzo que tuve en mi nacimiento, a los dos o tres años habría cobrado peso, y existe por ahí, en algún desván, una fotografía en donde aparezco con bucles largos (como de muñeca) vestido de marinero, clásico estilo de un estatus de media clase por los años treinta del siglo XX. A esa tierna edad -contaba mi madre- ya era una amenaza. Todo el día, mientras estaba en pie, no podía estar quieto (ahora sería catalogado como hiperactivo) y todavía me parece recordar que mi madre le gritaba a Águeda: “busque al niño, algo estará haciendo que no se escucha ruido”.
Así era, apenas podía caminar y un patio de pequeñas lozas de barro, en la parte posterior de la casa, fue blanco de mis andanzas. Bañado de sudor, apenas sobre mis temblorosas piernas, me ocupé en levantar, una por una, todas las que pude; otro día tiré la ropa de los tendedores y ya en el suelo, la regué con agua. En fin, así hubo otras.
Por esta hiperactividad mi madre me llamaba Samuelillo, por una novela que por esos tiempos leyó que se llamaba ¿Por qué corre Samuelillo? que nunca leí: supongo que ese personaje adolecía de lo mismo.
Quiero pensar que esa necesidad biológica de querer llevar a cabo todo, a la velocidad del rayo, la atribuyo a la genética, y no a una alteración psiquiátrica. Eso todavía me mueve “el trasero” y a algunos les causa admiración, otros la califican amablemente como defecto. La constante en mí es la disposición a la acción y por ello jubilarme no es una opción. Supongo que el día que ya no pueda trabajar o realizar tareas sencillas es porque -ojalá sea así- el Señor se apiade de ver correr a Samuelillo y se lo lleve a descansar, a no ser que mi paraíso consista seguir en pie de lucha.
De la primaria recuerdo que el recreo era para mí perseguir a otros, corretear para escapar, saltaba de mesabanco en mesabanco, corría por escaleras, escalaba paredes, y no se diga ir tras una pelota, limones utilizados como tales, clásicas pelotas de trapo o cualquier material rodante.
Cuando cursaba el 5° o 6° año de primaria, a la salida de la escuela, me iba a jugar a pleno sol a un llano cercano con los niños del barrio que jugaban descalzos y me admitían sólo si me descalzaba, lo que para mí no era obstáculo, pues para jugar hacía cualquier cosa; además, mi madre siempre me regañaba porque los zapatos no me duraban ni las vísperas. Al llegar a la casa, tomaba mucha agua por el ejercicio que había hecho, y por eso comía poco, al grado que mi salud desmejoró y el doctor dijo que por el agotamiento físico debía descansar un año sin salir de casa, sin escuela. Tuve que “bajarle” al juego y así no perdí el año escolar.
En secundaria, Samuelillo seguía corriendo, en realidad no ha parado, todo lo quiero a paso veloz. En el Pantathlón, donde viví seis años mientras estudié licenciatura en la UNAM, me obligaban, los martes, jueves y domingos a realizar ejercicios militares: marchar, “firmes”, “saludar” y todo aquello que hace felices a quienes adoran “mandar y obedecer”. A mí lo que me gustaba era que seguido ordenaban a “paso redoblado”, “paso veloz”, o de plano a “correr” y eso sí era mi elemento.
Cuando me preguntan cuáles películas me gustan más, digo, “las dulces y tiernas”, aquellas de guerra o de aventuras, donde hay acción o el protagonista pelea, lucha, mata a granel, en fin, donde se la pasa corriendo, ésas son mis favoritas: Apocalipsis, now; El Padrino, Rambo, Rocky, las del 007, y todas las que se refieran a temas históricos o de guerras y conflictos.
Cuando estoy en depresión, lo cual pasa poco, ese fuego interno de “correr” se apacigua, y ahora, con el coronavirus, es lo que extraño, pero gracias al Señor que me manda trabajo y si no, yo lo invento, la voy pasando.
Seguramente esto ya no va a durar mucho, y no me refiero a la pandemia, sino a mi propia vida, pues me sucederá como en aquel mal chiste: unos facinerosos, por divertirse, le inyectaron a un sujeto gasolina en las venas (émulos de Trump) y el interlocutor impresionado preguntó: “¿y qué le pasó?” Y le respondieron: “corrió hasta que se le acabó la gasolina”. Creo que a mi tanque, ya le queda poca.
Reciban un veloz y afectuoso saludo con motivo de mi más reciente aniversario, Octavio Alberto.
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