León Trotsky y su asesino

El 20 de agosto de 1940, una vieja casona de Coyoacán convertida en una especie de fortaleza medieval con altos muros, tomas de vigilancia, puertas de accesos reforzados, vigilantes en guardia permanente, no pudo evitar que su morador, León Trotsky, líder comunista, brazo derecho de Lenin, fuese asesinado.


Por su desempeño al frente del Comité Militar Revolucionario como comisario de guerra, en el que creó el Ejército Rojo que derrotó al Ejército Blanco (de la contrarrevolución), salvó a la revolución y conservó el poder para Lenin. A la muerte de éste, en 1924, Trotsky y Stalin se disputaron el poder, pero Stalin logró la destitución del primero y su deportación a Kazajistán (Asia Central) junto con su familia, y por último expulsado de la naciente Unión de la República Soviética en 1929.
Trotsky tenía muchos partidarios y por ello, no pidió la veda en esta inicial confrontación, pero Stalin se aseguró de que los trotskistas fueran perseguidos y eliminados encarnizadamente, dentro y fuera de la URSS. La figura de Trotsky fue anatemizada, incluso fue borrada su participación en la historia de la revolución bolchevique: se eliminó su mención en libros y fotografías.
El asesino de Trotsky, que se hacía llamar Jacques Mornard, de supuesto origen belga, o Frank Jackson, negó toda participación de terceros en el magnicidio que cometió: el motivo de su criminal acto lo refirió al odio personal que le tenía a Trotsky por sus traiciones a la revolución bolchevique, pero nunca aceptó y menos declaró que hubiese sido instrumento dictador Stalin.

Sentenciado a la pena máxima en la época, que era de 20 años de prisión, el asesino fue identificado por el famoso criminólogo mexicano Alfonso Quiroz Cuarón, quien logró cotejar su ficha dactiloscópica con registros existentes en España, y así reveló que su verdadero rostro pertenecía a Ramón Mercader del Río, miembro del partido comunista, soldado al servicio de la República Española, e hijo de Caridad del Río, destacada militante comunista española con nexos estrechos con el gobierno soviético.
Puede decirse que las personalidades de Trotsky y Mercader no tenían nada en común, que sus vidas los colocaron a uno como víctima predestinada a morir y al victimario como marioneta entrenada para cumplir el acto que pasaría a la historia.
Sin embargo, para Leonardo Padura, que nos ha entregado una novela histórica, ambos, Trotsky y Mercader, tenían una pasión en común, los perros, de ahí que el nombre de su relato El hombre que amaba a los perros podía haberse titulado Aquellos, que amaban a los perros.
Este relato histórico sorprende porque describe en capítulos sucesivos y alternados, la vida de estos dos personajes, tanto en lo personal y familiar, como en su proyección en el marco histórico en que jugaron sus respectivos papeles.
La calificación de novela histórica es de lo más apropiada, pues la trayectoria de los personajes se sustenta en una acuciosa investigación que tiene cuatro países como escenarios: la Rusia revolucionaria; la República Española, La era Cardenista en México y la Cuba comunista contemporánea.
Seguramente, el lector que goce de esta excelente novela le impresionará en su totalidad, aunque habrá pasajes que le dejarán huella indeleble.
Para mí, el relato se tornó angustiante, asfixiante; me trasladó a la vida de terror, de miedo constante, del pánico de día a día en un sistema de espionaje, persecución, prisión, tormento; donde la vida propia y de todos los que nos rodean pende de un hilo que nunca se sabe cuándo se romperá; donde cada opinión política, social o familiar, puede ser motivo de aniquilación. No hay garantías, derechos, estatus, traiciones o vilezas que nos preservan de terminar en la prisión o en el Gulag.
En algún momento de mi vida leí una obra Erik Fromm, Anatomía de la destructividad humana, en la que el autor estudiaba desde la psicología a diversos dictadores que habían aniquilado a millones de seres humanos, entre ellos Hitler y Stalin; este último quizá el responsable del mayor exterminio de seres humanos en el curso de la historia. Fromm lo caracteriza por su personalidad sádica, quien exigía de sus víctimas la obediencia ciega, las humillaciones más abyectas, y aún después de lograrlas y asegurar de sus víctimas el perdón de sus reales o imaginarias faltas, los mandaba aniquilar. Nadie estaba a salvo, ni su familia. Tal vez la única, su hija. Todo esto aparece en la novela en cuestión.
La novela presenta un incidente que me conectó a una experiencia. Aparece Mercader en la Cuba de Fidel Castro la que, a raíz de la caída del muro de Berlín, de la Perestroika y del gobierno de Gorbachov, el apoyo económico de la URSS en Cuba prácticamente se anuló, y la obtención de alimentos para la gran mayoría de los cubanos se tornó insuficiente: las raciones llegaron a límites ínfimos y el hambre pasó a ocupar el papel primordial de sus vidas.
Eso sucedió al iniciar la década de los años noventa del siglo pasado.
En noviembre de 1994, unos días después del “error de diciembre”, teníamos un viaje programado a Cuba, país que no conocía. Desde el arribo al aeropuerto de la Habana, los cubanos abordaban a todos los pasajeros y su demanda era el obsequio de “un dólar”, cualquier cosa, una pluma atómica, lo que fuera.
En el aeropuerto, en el hotel y en sus cercanías, se sentía la presencia de la guardia armada y de los agentes de seguridad vestidos de paisanos, quienes con su sola presencia hacían huir a quien se acercaba.
Por la relación con un cubano que, con permiso de su gobierno, trabajaba en Torreón, Coahuila, nos conectamos con su familia que residía en la Habana. Uno de sus miembros fue nuestro anfitrión y surgió de su parte una invitación a cenar a su casa. De inmediato le ofrecimos que fuera de “traje”, es decir, que pondríamos lo que requiriera para la cena. Nuestro anfitrión se mostró ofendido y tuve que retirar la oferta. Sin embargo, para no llegar a la casa de la familia de nuestro nuevo amigo sin llevar algún presente, fuimos a una tienda, una especie de súper, con artículos americanos a precio de dólar. No se prohibía el ingreso a cubanos, como nos habían platicado, pero encontramos pocos porque los precios en dólares eran, para la inmensa mayoría, prohibitivos. Adquirimos Coca-Colas de un litro, dos botellas de ron cubano y otros artículos que nosotros llamamos botaneros.
Alrededor de las 20:00 horas pasó al hotel en su automóvil, una reliquia americana de los años cincuenta, aunque le ayudamos a cubrir la gasolina que nos trasladó a su casa. Ahí vivían sus padres y hermanos, así como su esposa e hijos de diversas edades, quienes nos recibieron con mucha calidez. Nos pasaron a la sala, que era de muebles antiguos que me recordaba mi niñez: sillones amplios de color rojo, como de terciopelo, en la que se notaba la huella de los años. Platicamos y todo fue cordialidad. Como a las diez de la noche, nos sirvieron en unos vasos pequeños, de tamaño muy distinto al que estábamos acostumbrados, de la Coca-Cola que llevamos. A la una nos despedimos y nos llevaron al hotel. Comprendimos que no tenían qué darnos de cenar. Vivían tres familias en la casa, que originalmente era sólo para sus padres. Las raciones las daban para una quincena: a duras penas alcanzaba para una semana. La leche o huevos estaban destinadas a los hijos pequeños; vivían constantemente en busca de alimentos.
En el hotel, el desayuno estaba incluido, y se servía al estilo “buffet”. Los alimentos se servían en una larga mesa que estaba ubicada en uno de los extremos de un salón grande y los comensales se repartían en las diferentes mesas. Había, día a día, un cerro de piezas de pan, abundante variedad de frutas, así como otros platillos.
El contraste de esta situación entre el hotel y el exterior era brutal.
Cada noche pasaba tiempo en vela pensando, que de ser cubano qué haría, como lograría alimentar a mi familia en un escenario como ése.
Sin embargo, más impactante aun era el temor, el miedo. Las respuestas eran casi todas evasivas, o el silencio, y más frecuentemente desviaban la conversación. Aún así, pudimos enterarnos, que el ejército parecía omnipresente; apenas se reunía un grupo de cubanos en algún lugar y casi de inmediato un jeep de soldados llegaba por ahí.
Había muy pocas cosas en su casa. No parecía haber papel para escribir, ni plumas; muy pocas obras impresas, y en cuanto a los objetos de aseo, el jabón, las toallas, la pasta dentífrica eran prácticamente inexistentes.
Los visitantes -como nosotros- generalmente dejaban al salir este tipo de artículos en manos de amigos o de extraños, sabedores que servirían hasta su consumación total, o serían intercambiados por alimentos.
Amable lector, perdona las digresiones, pero éste es el efecto que me despertó la novela que ya mencioné: el relato de vivencias que sucedían en la isla en las fechas en que tuvimos la oportunidad de rozar la existencia cotidiana de los cubanos en esa época.
Por último, reitero que la lectura del “Hombre que amaba a los perros”, desde cualquier punto de vista, cultural, histórico, literario, ideológico, le resultará de una impresión perdurable.




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