En este pueblo ya no se puede vivir

Mi madre pronunció esta frase, como sentencia con efectos de cosa juzgada, inapelable, verdad demoledora. Toda su existencia transcurrió en su terruño, un pequeño pueblo provinciano de centenaria existencia: poco cambió en las primeras tres décadas del nacimiento de mi madre. Ella nació poco antes de la Constitución de 1917, y mientras la legislación contaba con centenares de reformas, el caserío alrededor de la iglesia de San Francisco y su enorme convento adyacente —inoperante en buena parte— se conservaba idéntico, día tras día, sin que su rutina día se alterase: de la misa de seis de la mañana a la bendición del santísimo a las nueve de la noche. A esa hora, el pueblo quedaba a merced de los espíritus chocarreros, de apariciones fantasmales, de fieras terroríficas. Los focos de los aislados postes del incipiente sistema público de alumbrado, semejaba más bien la luz vacilante de las velas que rogaban por las almas del purgatorio. Era un lugar perdido en la magia de las cost...