Dios mío, apártalos de mi camino
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No cabe duda que el pecado de la soberbia ha estado siempre al acecho. Desde niño, además de mi hiperactividad que hacía que mi madre me comparara con el título de una novela de su tiempo: ¿Por qué corre Samuelillo? , tenía lapsos de quietud y por ellos descubrí los incontables mundos que proporciona la lectura. A los doce años había leído los veinte tomos del Tesoro de la Juventud (salvo el dedicado a la poesía que no me llamó la atención), y desde luego, las incontables novelas de Julio Verne (alrededor de 10, unas poco conocidas), de Emilio Salgari, y al poco de cuatro o cinco años más, novelas de destacados escritores como Ernest Hemingway, A.J. Cronin, Bruno Traven, J. Rubén Romero y otros muchos. Cuando cursaba la licenciatura, era asiduo visitante de las bibliotecas públicas más importantes de la ciudad de México, y en ella, leía libros a destajo por las hileras de sus estantes. Pensaba: “a mi edad no existe una persona que haya leído de cultura general más que yo” ...